lunes, 13 de agosto de 2007

Viento, Lluvia

En el reverso de la cuchara veía un rostro triste y ahuevado. Había lamido todo el yogur hasta dejar un cubierto reluciente que no hacía falta ni fregar, así que la guardó en la cajonera con las demás cucharas y cucharillas. El vaso del yogur lo estrujó entre sus palmas y se salpicó la blusa azul. Esta vez ni lloró. Por la ventana el cielo de la ciudad relampagueaba y el aire, seco, casi crujía de la electricidad. Subió, un pie detrás de otro, la escalera de caracol y llegó al dormitorio sonde los ventanales iluminaban la cama con una enfermiza luz amarilla.

Sonó un trueno muy cercano. Las cristaleras vibraron. Se descalzó. Se quitó los pantalones. Fuera la blusa y el sujetador. Abajo las bragas. En el espejo del tocador había una mujer de aspecto cansado con las tetas aún firmes. Sonrió aunque no se lo creyera. Se acercó a los ventanales y los corrió.

Fuera el viento azotaba su cuerpo desnudo y el aire caliente olía a ozono. Restalló un trueno cercano y unos segundo después el suelo se cubría de los goterones que no acariciaban su piel. Se subió a la balaustrada y abrió sus brazos al viento. Abajo los coches se gritaban y a duras penas dejaban escabullirse a los peatones que trataban de cruzar por cualquier lado. Saltó.

Cayó sin resbalarse en el suelo de la azotea. Cada tormenta que disfrutaba desnuda le recordaba lo hermosa que podía llegar a ser la vida cuando una sólo se preocupaba de vivirla y no de razonarla.

Un buen rato después, la mujer del espejo la enamoró.

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