martes, 30 de marzo de 2010

Eran tres

Eran tres los motivos por los cuales se hallaba atado con correas de cuero a la cama de aquel hospital. Eso lo sabía por el documento en papel plastificado que había cagado unas horas antes y que le había desgarrado parcialmente el ano. En aquel documento aparecían dos motivos claramente diferenciados:
  1. Debía infiltrarse en el hospital y buscar la habitación de XXX en toxicología. Allí encontraría una preciosa Walther P38 y tres cargadores de 8 balas bajo el colchón de la cama de la derecha y un papel que debería comerse con un nombre y una habitación.
  2. Había ingerido una dosis importante de YYY que le provocaría una serie de síntomas bastante jodidos de llevar y que provocarían su ingreso casi inmediato en toxicología para tratarle. Podía pasar por intoxicación accidental, pero lo mejor era haber montado el teatro ante todo el mundo.
El punto número 3 debía saberlo, eso decía ponía en el papel. Lo que no veía tan profesional era no recordarlo. Joder, algo tenía que haber en algún lado para hacerle saltar el resorte y acordarse.

A las dos horas de empezar con los espasmos le inyectaron el primer sedante, resultaba inaceptable que alguien mordiera de un modo tan violento a los enfermeros encargados de su cuidado. Como no atendían a razonamientos, le ataron a la cama con cintas. La figura encapuchada de la muerte se había metido en la habitación y miraba el rosco de preguntas de un concurso de la tele mientras se estiraba y chascaba aquellos dedos descarnados. No se dignaba ni a mirarle ni a responder a sus preguntas (bastante impertinentes, todo hay que decirlo).

De vez en cuando venía un médico en lugar de las enfermeras y cogía la capeta que había enganchada a los pies de su cama. La leía, repasaba algo con el dedo y asentía con la cabeza y miraba su reloj mientras se iba con aires de persona ocupada.

Empezó a toser con fuerza hasta que se llenó la boca de un líquido caliente que escupió sobre la almohada al girar su cabeza para tatar de hacerlo sobre el suelo. La sangre era completamente roja, no coagulada sino fresca. Esa vez la enfermera trajo consigo al doctor de antes y a otro ya mayor con perilla y bigote y que parecía sopesar algo. La muerte se había hartado de la tele -los deportes- y miraba a los médicos con curiosidad, escuchándolo todo. Se levantó y se le acercó. Al cabo de un rato, se cansó de estar de pie y se sentó sobre la cama con cuidado de no aplastarle. La tele volvía a llamar su atención. Él se durmió un poco cuando se le calmó el ataque de tos.

Cuando abrió los ojos, un cráneo le observaba directamente desde sus órbitas vacías. Casi que le veía reírse pero no podía estar seguro con ese cara tan inexpresiva, tan sin... carne ni piel. No se sentía muy bien de todos modos, se le iba la cabeza y las migrañas eran cada vez más fuertes. Trató de pulsar el mando de socorro pero no lo encontraba. Poco después llegaron los médicos y estabilizaron su respiración, no así la hemorragia. Le pesaban los párpados y durmió.

Se despertó sentado en el borde de la cama. Su cuerpo yacía inerte entre las sábanas pero no le preocupaba. La muerte le ofrecía su antebrazo para levantarse y caminar. Ahora ya tenía rostro, era el de una mujer muy anciana pero sin arrugas. Tomó su brazo. Se marchó sin fijarse siquiera en el cuerpo que había dejado. Según salían por la puerta la muerte le susurró:

-Eran tres, ¿recuerdas? En tu anillo. Allí estaba el antídoto.

Una mochila

Una mochila era todo cuanto llevaba por la vida. Una mochila con algo de ropa, un par de libros que iba cambiando gratuitamente por otros cuando podía y montones de cuadernos con sus escritos. Era una mochila de tela gris que había sido caqui con unas hebillas de latón llenas de arañazos y medio rotas que, más que sujetar las trabillas, las adornaban. Todo cuanto le importaba en la vida, o estaba en su cabeza, o estaba en la mochila, o era algo tan efímero e inalcanzable como una puesta de sol, el gorjeo de unos pajarillos o el sonido de la lluvia sobre las hojas de una palma.

Durante bastantes años de su juventud había tratado de escribir para que otros lo leyeran; había soñado con ver montañas de libros suyos apilados cerca de la mesa donde firmaría autógrafos; su vida sería la de un alma libre que pasaría sus días allá donde cada día le llamara. Los días pasaban, los cuadernos se llenaban y su mochila cada vez pesaba más. Eso hizo que sus piernas y su espalda se hicieran más fuertes aunque los zapatos le duraban menos. Tuvo que dejar de usar sandalias y alpargatas y pasarse a las botas de montaña aunque fuera verano. Pues era más cómodo. Y los días pasaban y el contenido de la mochila iba creciendo. Lo más raro era que la gente miraba con extrañeza aquellos cuadernos cuando se los mostraba. Ponían cara de sorpresa e incredulidad con una falsa sonrisa de "oye, me encanta". Pero él sabía que no lo entendían y los cogía, los metía en la mochila y se iba con sus cuadernos a otra parte.

La mochila se desgastaba y se descosía y en cuanto se le rompió una de las correas que la sujetaban a la espalda, supo que tenía que empezar a tomar decisiones. Encontró una encina solitaria a unos cientos de metros, en mitad de un campo recién sembrado de algún cereal y se sentó a su sombra. Vació la mochila sobre el suelo y miró lo que que había. Guardó todos los cuadernos menos uno en el que había tres versiones ridículamente inacabadas de la que iba a ser su primera novela, sus bolígrafos y portaminas, un libro de Hesse y otro de Stendhal, algo de ropa para cambiarse y metió la comida en una bolsa de plástico para llevar en la mano. Dejó el resto de cosas, inútiles, en un hoyo que escarbó junto al árbol, las cubrió con ese cuaderno de tapas amarillas y echó tierra por encima.

Se viajaba muchísimo más ligero sin ese cuaderno.

Pasaban los años y siguieron los rechazos. Y su mochila cada día estaba más raída y debía viajar más ligera. Quedando fueron los cuadernos por el camino y menos prisa tenía por llegar a ningún sitio. No había llegado a los cincuenta cuando un único cuaderno, su bolígrafo azul de recambios, el bic negro, un portaminas del 0.35 y la camiseta que no llevaba puesta ese día eran cuanto llevaba en la mochila. Y lo cierto es que se sentía más libre que nunca. Escribir esos cuadernos le había dado la libertad que tanto ansiaba de joven. Eran feliz y se sentía pleno. Eso solía pensar cuando se acostaba por las noches bajo un manto de estrellas.

Pero en sus sueños una sombra le perseguía y le agarraba de los tobillos cuando intentaba trepar a lo más alto. Le agarraba de los hombros cuando quería correr. Le tapaba la boca cuando necesitaba gritar. Con las luces del alba desaparecía y entonces escribía y vagaba y vivía y, de vez en cuando, mostraba sus escritos sin la esperanza de que nadie los publicara.

Un día de finales de verano estaba muy cansado y se tumbó bajo la sombra de unos chopos a la ribera de un riachuelo de montaña. Abrió los jirones de mochila que quedaban y sacó el cuaderno azul donde escribía últimamente. Lo abrió por la última página que quedaba en blanco y comenzó a escribir con su portaminas hasta llenarla casi hasta el final. Estaba muy, muy cansado. Escribió FIN.

Con sus últimas energías, escarbó un pequeño hoyo en el suelo y metió allí el cuaderno. Con sumo cariño lo cubrió de arena y cerró los ojos. Sabía que esa noche la sombra ya no vendría.

El cuerpo estaba frío cuando el encapuchado llegó acompañado del sonido de mecanismos y cadenas. Se arrodilló junto al hombre y desenterró con sus manos descarnadas aquel último cuaderno y lo devoró allí mismo. Llegó a la página final e hizo algo que jamás había hecho: lloró. Y guardó aquel cuaderno azul entre sus ropas, junto con los demás que había ido desenterrando y leyendo.

Y antes de irse, por segunda vez esa tarde hizo algo que nunca jamás había hecho. Se arrodilló ante aquel hombre sencillo y colocó entre sus manos un grueso cuaderno de tapas negras y espiral dorada.

sábado, 27 de marzo de 2010

El queso tenía moho

A pesar de estar empapado de sudor la nevera le tiraba más que la ducha. Mira que llevaba meses corriendo pero los últimos días se sentía más débil de lo normal y esa mañana casi le había dado una pájara a mitad de la carrera. Claro que estaba a régimen para perder peso y ponerse en forma, pero tenía que cuidar más su dieta si no quería lesionarse, no era cosa de broma.

Se quitó la camiseta y la tiró sobre la mesa de la cocina, luego abrió la puerta de la nevera y miró dentro. Plátanos -buenos por el potasio-, yogures, boquerones en vinagre, arroz con verduras de hacía tres días que debía estar hasta crujiente, verduras más o menos frescas salvo una berenjena que empezaba a arrugarse y coger un tono marrón nada apetecible, leche de soja, leche semidesnatada y dos tarrinas de queso fresco. Queso fresco era lo que le apetecía. Bebió del brick un par de tragos de leche de soja y cogió una de las tarrinas, una cuchara y se fue al salón a ver la tele mientras.

Levantó la tapa y se encontró con una floreciente civilización de colonias de hongos verdenegruzcos. Por un momento estuvo a punto de arrojarla con toda su frustración contra la tele pero vivía solo y le iba a tocar limpiar. Además, Turro meneaba la cola y se lo comería y a la mañana siguiente le tocaría limpiar su diarrea de la alfombra. Inspiró hondo y se lo llevó a la cocina. Vació el contenido en la bolsa de orgánica y echó el envase en la bolsa amarilla. Vuelta a la nevera.

Pies encima de la mesa, varios energúmenos hablando de las últimas corruptelas de los partidos políticos en la tele y cara de gilipollas con su nueva y aún más magnífica colonia fúngica quesofresquil. Puta mierda de supermercado descuento. Pero putísima mierda. Al final se comió un plátano y unos boquerones con pan de molde.

Después de soltar un par de pedos en el sofá decidió que era el momento de vaciar su bolsa de deporte. Abrió la cremallera y se encontró con los billetes del banco que acababa de atracar pringados de pintura antirrobo fucsia fluorescente. El tercer puto queso con moho del día.

miércoles, 24 de marzo de 2010

12:30

12:30

Esos numeritos rojos flotando en la oscuridad de la habitación eran todo cuanto existía. ¿Las 12:30 de qué? ¿De la mañana, de la madrugada, de la tarde -nunca se había aclarado si las 12:30 de la mañana eran las de la madrugada o las de la tarde-? ¿De qué día? No tenía resaca y sobre la almohada había un reguero de babas de dormir con la boca abierta por lo que no debía ser fin de semana. Tenía sueño pero se había despertado sobresaltado. Pensó en mirar la hora en su reloj de muñeca pero al instante le pareció absurdo hacerlo. Cerró los ojos. Tenía sueño.

12:30

Tenía sed. Todo seguía oscuro. Tenía sueño. Le dolían las piernas, ¿cansancio? No recordaba haber salido el día anterior a caminar pero la sensación era igual que la de un buen pateo de monte. No tenía hambre pero sí mucha sed, muchísima. La boca seca. Le podía el sueño, bebería luego.

12:30

Un tenue brillo rojizo le despertó por el rabillo del ojo. Los números del reloj rompían la negrura de sus sentidos. Casi podían oírse como un zumbido grave y molesto que se le metía dentro aunque cubriera su cabeza con la almohada. Era horrible, sólo quería que se le fuera esa migraña tan terrible y que los números se apagaran de una vez. No lo hacían. Ahí seguían, torturándolo, sin dejarlo dormir, sin poder siquiera escuchar sus propios pensamientos. BZZZZZZZ. Rojo. Negro.

12:30

Abrió los ojos. Las 12:30. ¿Qué hacía en la cama tan tarde? Si casi debía ser la hora de comer. No recordaba haber bajado las persianas, siempre dejaba una rendijilla para que entrara el aire de fuera y no se viciara el de la habitación. Seguro que era domingo porque no había sonado la alarma. Pues se iba a quedar un poco más. Total, estaba sola en casa.

12:30

Todo se veía blanco. Siempre supo que iba a ser así. Se sentía libre. El reloj de la pared marcaba las 12:30 con enormes números rojos sobre fondo negro. Antes de irse para siempre escuchó las palabras "hora del deceso: 12:30".

martes, 23 de marzo de 2010

Un buen lío de cables

Un buen lío de cables era lo que tenía sobre la mesa. Pablo -Pablito-, el autor de esa... ¿mierda?, dormía roncando en el sofá delante de una película de Steven Seagal sin sonido. No es que fuera una película muda sino que le había quitado el volumen para dormitar sin que le despertara el sonido de las ostias, choques, disparos y diálogos. Mucho trajín y muchas emociones para las pocas horas que tenía el día.

En un par de años maduraría y ya podría confiar en él determinadas tareas pero, de momento, acababa ella haciéndole todo y sacándole las castañas del fuego. Y ese barullo debía estar solucionado para mañana llevárselo al colegio. Las cosas no habían cambiado mucho desde que ella hiciera cacharros similares en las clases de pretecnología. No parecía que hubiera sido ayer, pero tampoco parecía que hubieran pasado ya tantos años como de hecho habían pasado. En fin, recordando el pasado no iba a terminar el trabajo de Pablo, así que se puso manos a la obra y a recordar todo el tema de interruptores, resistencias, bobinas y diodos y otras cosas que seguro que no iba a recordar. Pero era un circuito relativamente sencillo.

Cuando se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa había una tía con las tetas de silicona bien ceñidas por un top azul gesticulando como si fuera una italiana histérica puesta hasta arriba de coca. Menos mal que estaba quitado el sonido. El mecanismo, aunque se veía cutre -vamos, que daba el pego para pasarlo como el de un chico de doce años- funcionaba. Estaba muy satisfecha. Eran casi las dos y Pablito seguía tirado en el sofá. Mira que le había dicho una y otra vez que debía irse a la cama porque si no al día siguiente le iba a doler la esplada. Pero no hacía caso y siempre se quedaba en el sofá esperando a que ella se lo llevara a la cama. Pues mira, esta noche iba a dormir en el salón, a ver si así aprendía. Se quedaba ella haciendo su tarea y él no asumía sus responsabilidades, y edad ya tenía. Cogió la mantita polar del resplado del sofá, se la echó por encima y le dio un besito de buenas noches en la frente. Le daba pena, pero si no, no aprendería nunca.

A las cinco y algo de la mañana le despertó Pablito metiéndose en la cama y abrazándola. A las siete les despertó la alarma. Mientras él se duchaba, vestía y guardaba el cacharro con cuidado en la mochila, ella preparó unos crepes rellenos de requesón, nueces y miel con un poco de canela espolvoreada y exprimió seis naranjas y un limón que repartió en dos vasos. Su desayuno favorito.

Luego salieron de casa y se metieron en el coche. No le gustaba mucho conducir por ciudad pero era la única manera de poder hacer algo de provecho a lo largo del día. Aparcaron justo enfrente de la puerta del colegio -menuda suerte, aunque llegaban pronto-, cogieron sus cosas y cerraron el coche. Pablito estaba radiante, muy contento con "su" trabajo.

Al mediodía vieron las noticias, su ciudad abría el telediario: humo, bomberos, ambulancias, muertos. La presentadora dijo que había sido una carnicería. El coche bomba había masacrado a más de veinte niños en la puerta del colegio.

De azul

De azul había pintado algún gilipollas la gorra de su hucha-pitufo de porcelana. Ahora más que un simpático personaje que guardara sus ahorrillos desde que era un crío tenía toda la pinta de un Borbón, Nefertiti o un alien salidos de Avatar. Era horrible lo que habían hecho de él tras toda una vida siendo el pitufo sin atributos (no reía, no tenía gafas, era varón...).

Le dio la vuelta y le quitó el tapón de goma. Dentro tenía un montón de monedas rojas y amarillas de céntimos de euro, alguna de euro y un par de dos euros, un billete de cinco, dos de diez y el de cincuenta que le había regalado su tía Marta y que seguramente era falso y se lo habían colado en la frutería.

102,32€. Guau. Un tío en paro que estaba más cerca de la cuarentena que de la treintena en pleno 2008 y con un asqueroso pitufo azul y poco más de 100 euros para sobrevivir hasta su próximo empleo. O hasta que consiguiera que le mandaran a la cárcel con su pensión completa. Lo jodido es que por no tener no tenía ni antecedentes, así que no le bastaba un delito menor sino que tenía que hacer algo un poco más grande, pero no tanto como para que le metieran en una prisión de alta seguridad.

Bajó a por el pan y un fuet a la tienda de los chinos. No quería pensar de dónde salía ese fuet. Fuet con una etiqueta en chino y que sabía mejor que el del super de toda la vida. Cogió también una lata de medio de cerveza de importación pero se lo pensó mejor y la cambio por una litrona de esas cutres que costaban menos y gracias a la rosca, podían durar algo más.

Se fue al parque, a ver a los viejos pasear a sus perros feos con dientes como piñones pegados ahí por un epiléptico en pleno ataque y un lacito en lo alto de la cabeza. También pasaban las tías que iban a las clases nocturnas de graduado escolar, pero se decía que eso era lo de menos. Plantó el culo en lo alto del respaldo de uno de esos bancos feos de hormigón, partió más o meno un tercio de barra de pan y peló un extremo del envoltorio del fiambre. Mezcló un mordisco de cada en su boca y se ayudó de un trago de cerveza para tragarlo. Y a repetir.

Esa cerveza le daba un poco de ardor. Esa o cualquiera de la que tomara un par de litros o tres al día durante semanas. La caja de Almax que le mangaba a su padre, pensionista, cada vez que iba de visita -a lavar la ropa sobre todo y cenar caliente- se le había acabado el día anterior. Y sus padres, junto con otros congéneres del Imserso, como una jauría ávida de sangre en un balneario perdido en algún lugar de Aragón.

Tiró el casco de la litrona a una papelera y se volvió a casa. Si no hubiera vendido la tele, miraría a ver si echaban algo interesante. Pero sólo le quedaba releer El Principito o tratar de leer el Ulises de Joyce. En fin, se acercó al escritorio, cogió el bote de Tippex y se fue a la habitación a por la hucha.

sábado, 20 de marzo de 2010

La última vez

Era la última vez que se ponía esa sudadera, tenía la tela llena de bolitas y los codos transparentes. Hacía ya... ¿diez? ¿doce años?

Era una noche de junio, a finales. Se acordaba de eso porque ya habían acabado las clases. Estaba empapada en la parada del autobús. Como a casi todos los que esperaban al último autobús, le había pillado la tormenta. Pero sus ojos no habían enrojecido por el humo y el alcohol. Hacía un buen rato que se le habían secado las lágrimas pero por el roto de sus entrañas no paraba de escapársele el aire y parecía que la vida misma.

No había visto nunca antes a aquel chico que se acuclilló ante ella y puso ambas manos en el banco, junto a sus piernas pero sin llegar a rozarlas. Ella sólo necesito unos pocos segundos para alzar su mirada y dirigirla hacia la negrura donde se escondía su rostro. Tenía el pelo largo, muy largo. Ondulado y castaño. O negro. Pero por encima del olor a tabaco de sus ropas le llegaba el dulzor de la vainilla. Durante unos instantes el tiempo barrió todo cuanto les rodeaba. Inmóviles y silenciosos, vivieron una relación intensa y única que se extendió durante la eternidad de unos segundos.

Él se incorporó, le chascó una rodilla y se quitó la sudadera. Le dio la vuelta y se la acercó a la cabeza. Ella levantó los brazos y se dejó hacer. Después, le cerró la cremallera del cuello. Se acuclilló de nuevo ante ella. Sonreían.

Llegó el autobús y se dijeron "hasta siempre" con una mirada. Ella se montó y vio cómo él se fundía con las sombras de las calles de la ciudad. Volvía a llover.


Anabel entró en el baño y se quitó la sudadera. La acercó a su rostro. Respirando con fuerza, aún podía intuirse la vainilla. La dobló y la dejó sobre la encimera. Podía usarla por lo menos una vez más.

viernes, 19 de marzo de 2010

Con un café

Con un café comenzaba siempre el día. Hasta que no se lo tomaba, ese día no contaba. No era porque tuviera sueño o porque la cafeína disparara su actividad cerebral más allá del punto de la subconsciencia. Era algo mucho más visceral, una creencia, una costumbre, una herencia del último recuerdo que tenía de su padre.

-Hasta que no tomo un café, no soy persona -le decía su padre riendo cuando se le hacía tarde para llevarla al cole.

E hizo suya esa afirmación. El día que sus padres y Tobi murieron en aquel ascensor cuando volvían de su paseo matutino -ella tenía cuatro años, cinco meses y dos días-, se tomó la cafetera que habían dejado preparándose para el desayuno. Cuando llegaron los de servicios sociales, Mariana estaba serena, era muy persona. Aunque tuvo que hacer pis en dos ocasiones y mojó sus pantalones en la ambulancia camino del hospital.

Sus recuerdos eran muy vagos hasta que con siete años se hizo amiga de Pedro, uno de los cocineros del internado, y volvió a tomar café. Sólo tenía que entrar en la cocina un rato antes del desayuno, sentarse en una silla, levantarse la falda y esperar a que Pedro agitase la pilila hasta que escupía. Debía dolerle mucho porque cerraba los ojos, gemía y temblaba. Después le daba una sonrisa, unas palmadas en la espalda, un beso en la coronilla y dos tazones de café bien negro. Cuando tenía doce años, una mujer empezó a venir a mitad de curso en vez de Pedro. En vez de darle sus dos tazas de café, la mujer se echó las manos a la cara y salió corriendo en busca del director. Estuvo tres días sin café hasta que en una reunión con la psicóloga y el director le prometieron darle café a cambio de nada. Sólo tenía que pedirlo por favor y no decirle nunca a nadie cómo se lo pedía a Pedro.

Los años pasaron y terminó su segunda licenciatura, Físicas, con veintiún años. Ya con diecinueve la propia universidad le becó el 100% de los estudios, alojamiento, dinero de bolsillo y cuanto café quisiera en cualquier cafetería del campus. A los veintitrés ya era titular de una cátedra.

Petra -se había cambiado el nombre con treinta y cuatro- ganó el Nobel de Física por su aplicación práctica de la transferencia instantánea de información a cualquier distancia, lo que permitía obviar las limitaciones de la Mecánica Cuántica. Donó el dinero del premio para la construcción de escuelas para los campesinos de los cafetales de Colombia y sus patentes al dominio público, para el libre uso y disfrute por parte de la Humanidad.

Murió de vieja con cincuenta y dos años y sus cenizas fueron esparcidas por aquellos cafetales repletos de campesinos cultos.

Cada vez que alguien pide un café en el mundo y se marcha sin probarlo, una gélida mano acaricia su espalda y le arranca escalofríos.

Horrible

Tenía una voz horrible. Eso era malo. Pero se creía que cantaba bien. Y eso era peor. Al principio resultaba gracioso, era casi como un personaje friki de la tele pero en el barrio, en carne y hueso. Se reían con ella y de ella. Pero no se bajaba de la tarima del karaoke en todo el fin de semana y ya los cubatas empezaban a saber a garrafón con meados de gato con tanto gemido, grito, balido e insulto al buen gusto. Acabaron yéndose del local cuando resultó obvio que ni ellos se reían con ella ni ellos de ella ni ella de ellos. O algo así, que el garrafón les impedía pensa con claridad (se hubieran ido mucho antes de lo contrario).

Cuando Luigi, el dueño del local, le dijo que no volviera, ella, despechada como una gran diva en el invierno tardío de su carrera, amenazó con no volver a cantar nunca más en ese antro de mierda. Se tomó la sonrisa de Luigi como el tic nervioso de alguien que se ha dado cuenta de que ha jugado mal sus cartas y ha echado un órdago que el contrario va a ver.

Durante los meses siguientes tuvo sus claroscuros, sus momentos de luces y de sombras. Pisó los platós de las peores cadenas de televisión, las que tenían mayor audiencia. Fue invitada a cantar en directo en varios programas e incluso entró en un reality que tenía lugar en una clínica de desintoxicación pero debido a su manía de cantar en la ducha fue expulsada la primera semana de mutuo acuerdo por los demás concursantes, el público desde sus casas, la productora del programa y la dirección de la cadena tras mantener una reunión con sus principales anunciantes. Sólo la plataforma ciudadana que proponía su candidatura a la siguiente edición de Eurovisión mantuvo una tibia queja que se diluyó cuando una tonadillera obsoleta resurgió de los estercoleros musicales con la idea de representar a España.

Nunca había tenido hijos y su marido hacía ya dos años que se había puesto tetas y escapado con un camionero búlgaro que conoció en una estación de servicio de la A-2. Tampoco necesitaba a nadie, se tenía a sí misma y a su propio concepto de genio incomprendido. Decidió volver a prostituirse en el polígono industrial mientras repasaba mentalmente los contactos a los que recurriría para grabar un disco. Tardó unos dieciséis segundos en repasar por segunda vez toda la lista. Estaba Luigi el del karaoke y había unos chinos que habían abierto otro karaoke haría medio año en el ensanche.

Sólo tenía cuarenta y siete años cuando dejó de cantar y a partir de ahí, su vida comenzó a ser una mierda.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Corriendo una cortina

Esa era la última cortina que metía en la lavadora. Se tocó los riñones mientras se estiraba hacia atrás. Joder. Estaba rota. Observó los ventanales de la casa. Lo cierto es que eran lo que más le había gustado cuando fueron a verla. Ocupaban todo el hueco de la pared desde el suelo hasta el techo y eran de cristales rectangulares del tamaño de folios sujetos por una matriz de metal blanco lacado. Las cortinas, ahora más blancas que nunca, eran de una tela tan fina que sólo servían para difuminar la luz, porque el sol entraba y caldeaba el salón forrado de madera de pino.

Los días volvían a tener suficientes horas tras ese primer invierno en el que había estrenado la chimenea que ya había limpiado y fregado y por eso, para quitar el olor y color de la leña, había lavado todas las cortinas. Salió a la terraza a leer su libro mientras terminaba la lavadora. Con un poco de suerte se lo acababa. Trataba de un corredor de apuestas involucrado en una red de blanqueo de dinero y extorsión a empresarios que sufría un accidente del que salía milagrosamente a salvo y se volvía tan creyente que adquiría el poder de curar con sus manos. Era una puta mierda, aburrido, predecible y los personajes planos y arquetípicos, pero era el primer libro que publicaba -para ser sinceros, que le publicaban- a la directora de su colegio y quería pedirle un aumento de sueldo ahora que venían los gemelos. Al menos la mujer tenía talento para ponerles voz a los diálogos y éstos resultaban amenos.

-¡Abre tus ojos como yo he abierto tu alma al Señor! -vociferó Joel sujetando el crucifijo con ambas manos.

Y las lágrimas por ver el primer amanecer de su vida inundaron los ojos de Jenny.


F I N


Cerró el libro con un sonoro ¡flop! y lo dejó en el suelo junto a la mecedora. En fin, podía haber sido peor. Aunque no mucho. La lavadora aún no había comenzado a centrifugar, así que cerró los ojos y se meció arrullada por el suave sol de la primavera.


F I N


Pensó que la suya debía ser la dolencia psiquiátrica más extraña que jamás hubiera existido. Su consciencia transcurría atrapada entre libros anidados; historias sin mayor importancia que tenían lugar unas dentro de otras, y sólo en momentos de gran esfuerzo lograba recuperar el sentido de la realidad y se veía demacrada frente al espejo, viviendo una vida atroz, un infierno en vida del que no sabía cómo salir. Incluso tras suicidarse el problema persistía. Casi ni se enteró de la travesía por el túnel hacia la luz: estuvo entre las desventuras de un desertor del bando confederado de la Guerra de Secesión y una monja ninfómana y pirómana del S. XVIII. Y al otro lado del túnel, con unos animales de una granja que repetían su estúpido nombre con balidos, maullidos, ladridos, mugidos y pío píos.

Así que aprovechó aquella oportunidad que se le presentaba: cogió el papel y escribió "tonto el que lo lea".

En blanco

Josué tenía ante sí un folio en blanco. El resto de la mesa: una vela encendida y a medio consumir en un botellín de cerveza y un boli Bic azul mordisqueado por, seguramente, infinidad de otros que ya habían pasado por ese trance. El carcelero -aunque vestía un mono blanco, tenía cuernos y patas de carnero y un rabo terminado en punta de flecha, vaya si lo era- le había dicho entre risas que en ese papel estaba su futuro, y que lo firmara, que en media hora vendría el abogado del diablo a por él y le pondría al corriente. Luego le dejó a solas, pensando. Pensó en no firmarlo pero estaba convencido de que no era el primero al que se le había ocurrido esa idea, y la descartó porque no podía salir bien. Pensó también en escribir algo en ella, como que iba a ser libre y cosas así, pero lo mismo, todo estaría previsto y no saldría bien. Pensó en hacer un avión y tomarse al menos unos minutos a guasa lo que, seguramente, serían sus últimos instantes de existencia no-infernal. ¿Y quemarlo? Quemar su futuro tampoco se le antojaba la mejor opción. El carcelero le había dicho que firmara, y eso iba a hacer, que seguro que estaban bien organizados. Se sacó el boli de entre los dientes -después de muerto no se siente aprensión por las babas de otros- y firmó. En cuanto trazó el último sesgo de firma, un señor trajeado -también cornudo y rabudo- apareció entre un ¡puf! de humo que olía a azufre, y tomó el papel entre sus manos. "Bien, bien, bien" dijo leyéndolo -como si hubiera algo que leer-. Hizo un gesto con la mano hacia el falso espejo de la habitación y el carcelero entró a por Josué, lo esposó y se lo llevó ante una vieja puerta de contrachapado con la pintura desconchada por la humedad y el calor. La abrió y le arrojó a un espacio infinito de blanco sin más. Cerró la puerta. Otro idiota.

Gloria tenía ante sí un folio en blanco. El resto de la mesa: una vela encendida y a medio consumir en un botellín de cerveza y un boli Bic azul mordisqueado por, seguramente, infinidad de otros que ya habían pasado por ese trance.

[...]

Concha tenía ante sí un folio en blanco. El resto de la mesa: una vela encendida y a medio consumir en un botellín de cerveza y un boli Bic azul mordisqueado por, seguramente, infinidad de otros que ya habían pasado por ese trance...

El carcelero se daba de cabezazos contra la pared mientras Concha jugaba a "tú la llevas" con el diablo trajeado. En el suelo, un papel que decía "tonto el que lo lea".

lunes, 15 de marzo de 2010

Dignidad

Dicen por ahí que el yogur es un alimento muy sano pero a mí me suele sentar bastante mal. Probablemente tenga que ver con que los que tiran a la basura los del supermercado están en mal estado; aún así no suelen llevar más de uno o dos días caducados, debe de pasarme alguna otra cosa. Lo que mejor me va es el pan de molde y las magdalenas. Son difíciles de conseguir pero duran mucho y aunque estén duros, si los salpicas con un poco de agua y los metes en una bolsa cerrada, en un rato están blanditos y entran muy bien.

Lo que nunca más voy a comer de la basura es carne y pescado. Fede, el de Lorca, ingresó la semana pasada de una intoxicación por la trucha que se comió. Y a Jose se lo llevaron anteayer, que consiguió un pedazo de añojo. El pollo no me gusta.

La verdura es un tema jodido. A veces es difícil distinguir cuándo está fea y cuándo en mal estado, y las diarreas sin papel y agua nos tienen el ojete al rojo vivo. La fruta suele estar bien, muerdes y escupes el trozo feo y te comes el resto.

Los estancos no tiran tabaco al contenedor. La verdad es que sería fantástico que lo hicieran porque hurgar en busca de colillas en la basura de los locales no es una opción (para mí, hay otros que lo hacen) y me da vergüenza que me pueda ver algún conocido buscándolas por los bancos de los parques, uno tiene su dignidad.

Esta mañana vino el tío del uniforme de todas las semanas. Aunque es un tipo seco y algo desagradable, creo que en el fondo siente cierta simpatía por nosotros pero tiene que guardar las apariencias, es su trabajo. Nos dice que se acaban de llevar a Mario y, aunque deberíamos fingir que nos apena, el muy cabrón se lo merecía y así lo comentamos entre nosotros tres.

Cómo va pasando el tiempo, ¿cuántos éramos, ocho, diez? Y ahora sólo quedamos nosotros tres arrastrándonos por las calles. En dos semanas todo habrá acabado. Espero ser yo el ganador de los 500.000€ del concurso.

domingo, 14 de marzo de 2010

Nunca

Nunca se me habían atascado tanto las palabras al escribir una carta de amor.

Durante mi juventud, fluían solas, a borbotones, y salpicaban a cuantas jóvenes hermosas tenía el placer de cruzarme. Y no por ello dejaban de ser sinceras.

Después comencé a madurar y, aún manteniendo la sangre caliente, el flujo de mi verbo se volvía calmo y poderoso, como el Guadalquivir a su paso por mi Sevilla natal.

En los años centrales de mi vida, mis epístolas no eran sino delicadas obras de orfebrería. Contadas eran las ocasiones en las que depositaba una sobre la almohada de una amante; durante días hilaba unas palabras con otras para tejer la fina red con que atraparla ahora que mis carnes fláccidas no podían.

Llegaron los primeros días de mi invierno y los ratones de mi mente habían hecho presa de mi vocabulario. Con los restos que pude salvar confeccioné dos cartas más: la destinataria de la primera falleció antes de poder terminarla. La segunda me mostró que hay mieles que el tiempo no estropea.

Ahora sólo a duras penas me mantengo en pie. Con mi bastón de caña, paseo mis huesos cansados por los jardines de hierba y grava del asilo. Mis ojos ya no quieren ver y mi memoria alcanza la lejanía de mi niñez pero olvida qué desayuné esta mañana. Hay una última carta que quiero escribir. Me sentía solo, abandonado, sin nada más que hacer en la vida. Pero, desde hace unos días, me acompaña una silenciosa dama que viste de negro y me ofrece su mano. Aún no se la puedo tomar, antes he de escribirle esa última carta, pero las palabras se me pierden en algún lugar entre la cabeza y los dedos.

sábado, 13 de marzo de 2010

Creo que ya tenemos bastante

Creo que ya tenemos bastante. Aunque el jefe no me ha dicho qué es lo que estamos buscando. Pero su cara se ve más relajada y le ha desaparecido el tic de la mejilla. Además, ya no se come los cigarrillos, sólo se los enciende con la colilla del anterior.

Me gustaría decir de él que es un buen hombre. Eso haría que me sintiera mejor por dedicarme a esto, pero es un putero alcohólico y xenófobo que no se pierde una corrida en Las Ventas. Y nos hace pagar a escote el gasóleo de la furgoneta con la que trabajamos y el almuerzo de media madrugada que nos trae de los ultramarinos de su cuñado.

Me gusta mirar por los cristales cuando trabajamos. Ver tantas luces en las ventanas, tantas farolas, tantos coches, tanta gente me ayuda a silenciar las imbecilidades de mis compañeros y me permite escuchar mis pensamientos. Cuando está nublado, la panza gris de las nubes se ilumina de amarillo y pienso que aún somos hombres primitivos en una cueva gigante. A veces llueve y cuando lo hace con fuerza el mundo de los hombres parece encogerse y arrugarse y se oye y se ve la lluvia y somos pajarillos refugiándose en las ramas de los árboles y abro la ventanilla y huele a mojado y respiro fuerte cerrando un instante los ojos. Luego el jefe dice que tiene frío y que cierre la puta ventanilla y el mundo vuelve a oler a cerdos que huelen a sudor rancio, alcohol y tabaco.

Yo sólo conduzco y aguardo atento a que la cuadrilla salga con el botín para huir y ponernos a salvo. Fui subcampeón de España de rallies antes de que el alcohol y la farlopa me rompieran los nervios. No han cambiado las cosas, sólo las circunstancias.

Hoy llueve y las putas se esconden en los portales. El motor ronronea mientras espero a los demás. Creo que ya tengo bastante.

Arranco y me voy. Me habría gustado ver sus caras.

viernes, 12 de marzo de 2010

Maravillas

En verdad le gustaba lo que hacía esa chiquilla de aspecto zarrapastroso y piel tiznada. Durante toda su existencia -huérfano de nacimiento, no sabía nada de su pasado- había visto innumerables maravillas: palacios recubiertos de un metal cuyo fulgor rivalizaba con el del sol del mediodía del desierto, estatuas gigantescas de cuya magnificencia un dios estaría celoso, naves que surcaban los mares deslizándose sin rozar apenas las olas, poemas cuya belleza evocaba a la de los primeros brotes del verano en las tierras heladas, máquinas que razonaban y dejaban en evidencia a los grandes sabios o quimeras surgidas de las profundidades de las mazmorras donde los Monjes Negros de Ïx experimentaban con la Ciencia Prohibida.

Y ahora, ante sí, tenía al mayor prodigio de todos los tiempos. Aquella niña de aspecto miserable, con un simple pedazo de carbón, dibujaba colores en el suelo de la plaza.

jueves, 11 de marzo de 2010

Y tú más

"Y tú más" fueron las últimas palabras que escuchó antes de que el mundo se apagase.

Oscuridad. Silencio.

La nada lo mecía. Con la suavidad de una madre que no quiere despertar a su bebé. Oía -sentía- un latido que retumbaba en su cabeza. Un latido que zumbaba "fsssssss, fsssssss, fsssssss, fsssssss..." y repetía sus ecos por todos los recovecos de su consciente y subconsciente. Poco a poco el murmullo del mundo regresaba: voces lejanas que no comprendía, gritos que parecían susurros, golpes y meneos que no eran sino caricias que buscaban traerlo del más allá.

El zumbido se tornaba en los rugidos de una fiera que debía estar devorándole el cerebro pues sentía las dentelladas de miles de estiletes que desgarraban sus pensamientos en jirones de puro dolor. Las voces eran gritos, los gritos truenos de la furia desatada de Zeus. Sus ojos cerrados le mostraban instantes de luces blanquiazules que destellaban aquí y allá en un mar de rojo.

Algo tiraba de sus brazos hacia arriba, hacia los lados, como si quisiera arrancárselos. Golpes en sus mejillas. Quería abrir los ojos pero los ojos no le dejaban. De su boca sale un murmullo ininteligible que provoca el silencio fuera. Vuelven las voces, los tirones, los golpes. Su cabeza va a estallar.

Un mar de agua helada se abate sobre su cara y le arranca de las sombras. Está sentado sobre la hierba, entre árboles que se ven negros. Dos siluetas se recortan ante las luces amarillas. Una está en pie ante él, la otra agazapada a su lado, le tira de un brazo.

Y entonces recuerda sus últimas palabras: "Joder, Paco, ¡menudo ciego que llevas!"

miércoles, 10 de marzo de 2010

Por idiota

Podía haber sido por mil motivos diferentes, pero Sonia Peláez por idiota se rapó la cabeza. Algunos se la rapaban por ideología -si así se podía denominar a la falta de la misma-, otros por comodidad -su amigo Fran se la afeitó después de media vida con melena-. Los había que entraban en el ejército y los que se habían contagiado de piojos. Incluso Álvaro se había metido a Hare-Krishna. Pero ella, ella se la había rapado por idiota. Claro, como era idiota, no entendía por qué la Ley 69/2010, de 28 de diciembre, obligaba a los apedillados Domínguez, González, Gutiérrez, Narváez, Peláez y Sáez a afeitarse la cabeza bajo pena de cárcel.

martes, 9 de marzo de 2010

Durmiendo en el coche

Una vez más, se había quedado dormida en el coche. La tapicería parecía un mapa de la luna que los cercos de babas habían ido cartografiando a lo largo de los meses. Un mapa muy detallado. Habían ido a especialistas e investigado por su cuenta y la explicación más lógica que habían encontrado era narcolepsia. Pero no, no era narcolepsia. Sólo le sucedía al entrar en un coche, abrocharse el cinturón de seguridad y escuchar el runrun del motor. En cualquier otra situación, por muy cansada que estuviera, se mantenía despierta, más o menos atenta y coherente, pero despierta.

Hacía casi dos años que había renunciado a sacarse el carné de conducir. A los profesores de autoescuela les resultaba gracioso al principio pero acabó siendo un incordio que se durmiera encima de los otros estudiantes o, peor aún, sobre el examinador. Así que tenía aprobado el examen teórico sin fallos y hasta ahí llegaría su aventura automovilística. Al menos no se cansaba cuando viajaba en coche.

Parecía que todo le iba bien desde hacía unos días: había obtenido su doctorado cum laude, el equipo técnico del más prestigioso instituto tecnológico del país le había solicitado -a través de su director de tesis- que se incorporara a su grupo y se había quedado embarazada de gemelos del hombre más maravilloso que había conocido: la referencia XF-0001453-12 del más prestigioso banco de esperma de Estados Unidos. Y todo en la semana de su vigésimo noveno cumpleaños. Nada podía irle mal.

Y, sin embargo, ya no se dormía en el coche.

Según pasaban las semanas sus ojeras eran más pronunciadas y su carácter se agrió hasta el punto de discutir con sus compañeros por tonterías. Tuvo un aborto espontáneo a las 5 semanas de gestación. Y su rendimiento estaba muy por debajo de lo esperado. Le dieron un voto de confianza. Ella trataba de salir adelante, pero no lo conseguía. Su jefe no quería despedirla y llegaron a un acuerdo: dejaría de trabajar con el grupo durante unos meses y estaría en el laboratorio procesando la información de noche. En función de su progreso, decidirían su futuro.

Eso sí, tendría que llevarla su novia o quien fuera, porque el coche eléctrico del instituto que la recogía tenía que recargarse por la noche.

lunes, 8 de marzo de 2010

Tiene narices, manda huevos

Estaba hasta los cojones de tanta frase sobre las narices y tanta ostia ya, joder, ¿es que no había otra manera de decir "tiene narices la cosa", "estar hasta las narices", "dar con la puerta en las narices", "hacer algo por narices" o "meter las narices donde no le llaman a uno"? Es que no fallaba, la gente se ponía nerviosa cuando le tenían frente a frente y siempre acababan haciendo algún comentario desafortunado sobre el asunto nasal. Hasta sus nuevos amigos (los veteranos sí acababan acostumbrándose y utilizaban otro tipo de frases hechas) se las veían canutas para no mirarle fijamente al centro de la cara. No era el hombre elefante ni un Mr. Potato, pero sus padres habían tenido a bien dotarle de unos genes que ya quisieran para sí los judíos de pura cepa. El tamaño de su apéndice nasal rozaba el que le hubiera permitido vivir de él como parte de un espectáculo o como sujeto de experimentos científicos, pero tenía que conformarse con su trabajo de reponedor de un supermercado-descuento mientras se sacaba la especialidad de Egiptología. Lo peor eran los gafapastas y culturetas que se creían originales al mentar, tanto directa como subrepticiamente, el famoso soneto de Quevedo. Hasta los huevos que estaba. Al menos Rosi de Palma y Quique San Francisco ya no estaban de moda. Eso que se ahorraba.

Lo peor llegó el día de su trigésimo cuarto cumpleaños. No podía apartar la mirada del papel que sostenía entre sus manos temblorosas. Se le venía el mundo encima, tenía narices el asunto, las pruebas eran tajantes: padecía de Elefantiasis testicular.

domingo, 7 de marzo de 2010

La vaca Paca

La vaca Paca era una vaca muy especial. Eran los primeros años de la colonización vikinga de Groenlandia y sólo unos pocos valientes habían osado dejar todo atrás por la promesa de una nueva tierra de oportunidades. Entre ellos se encontraban una pareja de andaluces, una joven de Écija y un hombre de Cabra. Lo cierto es que estaban muy integrados aunque nadie sabía de dónde habían salido. Parecían amigos de unos y de otros y ningún vikingo, con su carácter introvertido, les había cuestionado siquiera el motivo de embarcar en un drakkar. Nadie podía ser tan estúpido como para mezclarse en los asuntos de los vikingos.

La travesía hasta su nuevo hogar fue muy larga. La pareja de andaluces disfrutaba de los paseos por la cubierta, saludando con su curioso acento a cuantos se cruzaban. Finalmente, se hicieron un hueco en el corazón de esas gentes y dejaron de ser extranjeros. Su única posesión era una vaca con un enorme cencerro de latón a la que llamaban Paca. Recibieron unas tierras junto a los demás granjeros y con ellos se establecieron.

A los tres años él murió de unas fiebres que cogió cuando salió a buscar a Paca. La pobre vaquita se perdió valle arriba hasta caer en una fisura en el hielo. La astigitana vivió casi veinte años más y eso que no tomó otro esposo. Un par de cientos de años después desaparecieron los vikingos de la isla.

Los estudiosos de principios del siglo XX encontraron en un glaciar una vaca congelada en perfecto estado de conservación. Gracias al hallazgo llegaron a la conclusión de que los vikingos de Groenlandia, al contrario que sus paisanos de Escandinavia, utilizaban cencerros.

sábado, 6 de marzo de 2010

Un año más

Abrió los ojos y deseó no haberlo hecho. Una vez más el sol entró con toda su gloria por las pupilas de sus ojos enrojecidos e hizo que el nivel de su resaca pasara de mañana dejo de beber a me cago en Dios y en todos los santos, nivel alcanzado sólo en ocasiones muy, muy, muy concretas. Le dolía la espalda, ¿dónde coño se había quedado dormido? Giró sobre un lado y se metió en un charco de vómito frío.

La gente pasaba sin cesar por la calle de la que partía el callejón en el que se había quedado dormido cuando salió de la taberna a vomitar la pasada madrugada. Seguramente había aprovechado para cagar porque tenía los pantalones bajados y el culo lleno de costrones de mierda reseca. Al menos no se había cagado encima, no todo iba a ser tan malo. Con un poco de suerte era domingo y no lunes. Finalmente se arregló como pudo y se perdió por las calles de esa antigua ciudad castellana de principios del siglo XI.

··oOo··

El fin de semana pasado estuve realizando una investigación para un artículo de mi revista de parapsicología en una pequeña ciudad del norte del centro de la península que no visitaba desde hacía un año. Era viernes y todo me había salido a pedir de boca, así que entré en la famosa taberna Prometeo de la calle Prometeo. Mis padres tuvieron a bien bautizarme con el mismo nombre, como aquel titán que entregó al hombre el fuego de los dioses y fue castigado por Zeus a padecer un castigo que todos los días se repetía. Me desperté al día siguiente en el callejón con una resaca mortal en un charco de vómito con los pantalones bajados y el cuerpo cubierto de mierda reseca. Como cada año. Desde hacía mil años. Casi que valió la pena haber blasfemado.

Un trébol de cinco hojas

Recordó aquella historia sobre el gato albino y el mirlo blanco que había leído unos días atrás. No podía evitarlo, era supersticiosa y sabía perfectamente que, aunque la gran mayoría de los amuletos, santurrones, adivinos, curanderos y demás calaña no eran sino engañabobos, había objetos raros y poderosos que atraían a las fuerzas del universo que la gente llamaba suerte y otros que las repelían.

Y ahí estaba ese extraño ante su puerta, sosteniendo en silencio a la altura de su rostro un pequeño trébol de cinco hojas que comenzaba a perder la tersura. No parecía un duende, un espíritu ni ningún otro personaje de cuento de hadas. Más bien diría que era un vagabundo de unos cuarenta años que apestaba a orina y algo parecido a la leche agria. La barba descuidada no trepaba mucho por las mejillas tiznadas de mugre sobre las que descansaban dos huevos enrojecidos con el iris azul claro. Su pelo, seguramente cortado por su peor enemigo, tenía pinta de ser rubio. Alto y demacrado, el Quijote mal dibujado y descolorido de su camiseta de Mägo de Oz parecía esconder debajo mellizos a los que aún quedaba un par de meses para llorar por primera vez. Y sus raídos vaqueros de pitillo negros acababan en unas botas J'hayber que debían haberle acompañado media vida. No decía nada -mejor, no quería saber el aspecto y olor de lo que escondía su boca-, sólo le ofrecía intermitentemente el trébol con un gesto mecánico de su brazo mientras le miraba el escote.

Verse envuelta en una situación tan extraña no le dejaba otra opción que actuar como si nada pasara. Le dedicó una sonrisa y colocó sus manos abiertas bajo la del hombre quien dejó caer la plantita. Casi podría jurar que estaba cálida al tacto; sentía una gran energía manando de ella y desparramándose entre sus dedos. El hombre agachó la cabeza y arrastró sus pies hacia la acera, pasando a su lado sin mirarla ni detenerse. No dejó de mirarle hasta que hubo desaparecido entre la multitud. Abrió la puerta de casa y fue directamente hacia la terraza, donde tenía su escritorio y un pequeño estudio de pintura. Sacó del segundo cajón la cajita de acuarelas que le regaló su abuelo, la vació color por color dejándolos con cuidado sobre la mesa, y volcó la caja para sacar el fondo enrejado de madera. Cayeron una vieja foto en color que el tiempo había hecho sepia y una hoja doblada en cuatro que desdobló y releyó. Puso el trébol en ella, alisó las cinco hojas con un dedo y la dobló y apretó con cuidado antes de meterla en el doble fondo con la foto y volver a llenar su cajita de acuarelas.

Esa misma noche, un par de horas antes del amanecer, el mendigo se despertó con las voces de unos gitanos que iban recogiendo cartones y muebles viejos que echaban en su destartalado camión. Le quitaron sus cartones pero no le dieron patadas como los chicos del otro día y no tuvo que huir. El frescor le había despejado y echó a andar hacia el centro. Se acercó a la puerta de atrás de la panadería donde Wilfredo, el sudamericano que le encontró unos días atrás hurgando en los contenedores, le dejaba una barra de pan todos los días. Ahí estaba Wilfredo, sentado en el escalón con un pan sobre las piernas y un cigarrillo colgando de su boca. El jefe se había enterado de lo del pan. No, no le había echado. Le había dado un abrazo y una palmada en la espalda y le había pedido que le dijera a su amigo que necesitaban un ayudante en el molino de harina. El vagabundo le contó a su amigo lo que le había pasado el día anterior, algo muy extraño: después de haberse comido el pan se echó un rato sobre la hierba del parque, entre los tréboles, y se despertó hacía un rato en un callejón, casi un día después. Sólo recordaba haber soñado que quería darle algo a una mujer, a su nieta.

viernes, 5 de marzo de 2010

Teorías

Y no eran precisamente manzanas lo que caía del árbol. Sir Isaac Newton había sido un tipo con suerte, a él le estaban cayendo trozos de intestino y otras partes de personas tras la explosión del proyectil y, desde luego, era una situación de mayor gravedad que la del científico inglés. No esperaba alcanzar la inmortalidad como el genio, se conformaba con no alcanzar la mortalidad en ese mismo momento.

Las explosiones se espaciaban entre medio y un minuto, habían descendido el ritmo. Estaba convencido de que era un bombardeo de aviación, no de artillería terrestre. Tendría que decidirse: echar a correr a través de los sembrados hacia el bosque que nacía a un par de kilómetros de las últimas casas de la ciudad o refugiarse entre las ruinas y esperar que no llegaran soldados por tierra mientras esperaba a la noche para escabullirse.

Contó ciento treinta y ocho segundos desde la última explosión antes de echar a correr. Aún no había llegado el medio día y no podía sentarse tembloroso a esperar tantas horas. Dejó atrás la última manzana de casas apretadas y comenzó a cruzar lo que quedaba del parque donde solía llevar a sus hijos a jugar. ¿Hacía cuánto los había perdido? No podía recordar, no quería hacerlo, sólo quería esquivar los huecos dejados por las explosiones y vivir. Sólo vivir. Era curioso qué poco se tardaba en dejar de ver a las personas que fueron los cuerpos mutilados, qué pronto no eran más que escombros orgánicos que tenía que esquivar para no resbalar o tropezarse y caer.

A mitad del parque sonó otra explosión, muy atrás. Apretó el paso. Comenzaron de nuevo a sonar con más frecuencia, algunas más cerca. No escuchaba aviones. Un proyectil impactó a unos veinte metros por delante de él, la onda expansiva lo arrojó de espaldas. No oyó la explosión, sólo un zumbido sordo y un dolor intenso en sus oídos. Se incorporó y echó a andar, se tambaleaba, todo se movía como la cubierta del Pequod en la búsqueda de Moby Dick. Trató de correr, pero era imposible, tropezaba y caía y a duras penas conseguía mantenerse en pie caminando, así que probó a moverse de rodillas, a cuatro patas.

Tenía las manos en carne viva cuando llegó al arroyo que le separaba del bosque. No era sino un hilo de agua que podría cruzarse de un salto. Se aproximó para enjugarse las manos y beber. Se dejó caer de espaldas para recuperar el aliento y observó un hermoso cielo azul moteado de algodones. Una de las nubes parecía una cabeza de dragón mirando de perfil. Otra era, indudablemente, la silueta de Francia. Observaba una que era una pata de jamón cuando cayó a escasos centímetros de su cabeza el obús que le mató sin dolor.

El río se llevó las cenizas del documento en el que el joven matemático había demostrado que Newton se había equivocado.

jueves, 4 de marzo de 2010

Decisiones

Un pedazo de pan seco en la mesa era todo cuanto tenía. Él también. Sendos platos vacíos, dos tenedores y un par de vasos con nieve fundida para beber. El hambre rondaba la choza, ambos eran conscientes. Se miraron a los ojos y sonrieron, seguían pensando las mismas cosas en las mismas circunstancias.

Los equipos de rescate encontraron dos cuerpos abrazados sobre el catre. En la mesa, dos pedazos de pan pinchados en los tenedores.

Las botas, sin embargo, seguían teniendo suelas.

martes, 2 de marzo de 2010

Øynene til ulven

No sabía concretar si eran azules o blancos los ojos de aquel lobo que todas las noches se acercaba y merodeaba por su improvisado campamento. Sólo lo había visto una vez, la noche anterior, y era un ejemplar magnífico de lobo ártico que le miraba fijamente, sin miedo, desde el otro lado de la hoguera. Los días previos había encontrado huellas en los alrededores, cada vez más cercanas; dos días antes, junto a su lecho. Los lobos nunca habían sido enemigos de las tribus de las nieves, si acaso, los inviernos más duros competían por los pocos alces y conejos nivales que encontraban. Pero ambos se mantenían al margen de los otros, y así había sido desde que Ikhnï talló a los hombres del hielo de los glaciares de su montaña.

La noche que abrió los ojos y lo vio, sintió que el miedo se le helaba en el corazón hasta romperse en mil cristales que el viento boreal esparció por las nieves. Entonces el lobo bajó la cabeza sin dejar de mirarle e, irguiéndola de nuevo, dio media vuelta y trotó hacia el sol de la noche en el norte.

Pasó todo el día pensando en aquel animal. Tenía que ser un espíritu de la naturaleza, un hijo de la tierra y de los bosques. Pronto el sol volvería a dormir, y cada noche un rato más, hasta morir en invierno. ¿Qué hacía lejos de los suyos, solo como él? Su aldea había sido arrasada por los hombres de piel oscura y ahora vagaba entre el bosque y las tierras heladas, sobreviviendo.

Esa noche lo esperaría despierto, y le ofrecería uno de los peces que había pescado. Seguramente moriría con el sol en invierno, un hombre solo nada podía hacer contra la Noche Larga. Al menos el lobo le haría compañía hasta ese momento.

El fuego ardía y crepitaba con la grasa de una trucha; tenía otra destripada y desraspada sobre una piedra al otro lado de la hoguera. Era tarde para su cena, pero quería esperar despierto a que el lobo apareciese. No fue así. El sueño le pudo, se arrebujó entre las pieles y durmió.

Cuando despertó, la trucha ya no estaba allí. En su lugar había una liebre manchada de sangre junto a un ovillo de pelo blanco que soñaba que corría.

lunes, 1 de marzo de 2010

Crujía

No era verde la hierba que, escarchada, crujía bajo sus botas. Negra, quemada, muerta. Como el cuerpo del desconocido del que las había heredado.

No tan larga

Presentía que iba a ser una noche muy larga, todo le había ido saliendo mal a lo largo de la semana y esa noche tenía guardia en el ambulatorio.

Al final no fue para tanto, la paliza que le dieron los familiares del chico de la sobredosis le dejó inconsciente hasta pasadas las 8 de la mañana.

··oOo··

El cansancio me puede, ha sido un día, un par de días agotadores. El relato no está a la altura de mis expectativas; el hecho de haberlo escrito bajo estas circunstancias, sí. Mañana -luego- mejor aún.