domingo, 4 de abril de 2010

Un café asqueroso

No era la primera vez que le jodían el día en aquella cafetería de la esquina. Lo peor de trabajar en un polígono situado bastante más allá del culo del mundo era que sólo existía un puto bar/restaurante en toda la zona. Lo mejor, que nunca había problemas de aparcamiento. No tenía coche.

Ahí estaba el lunes por la mañana en que su equipo había bajado matemáticamente a segunda. El autobús le dejaba a las 6:43, el siguiente llegaba a las 8:43. Su turno de trabajo comenzaba a las 8:30. Su jefe era un auténtico hijo de puta. El fabricante de aquel café debía ser aún peor persona. Y el calvo y grasiento dueño del Bar Madrid –seguramente se había quedado calvo pensando el nombre- era antipático, sucio, xenófobo y del Madrid.

Sacó un pitillo de su pitillera. Era fea de cojones pero se la había regalado su mujer por su primer aniversario de boda y no se le rompían los cigarrillos. Además, era lo único que la muy zorra le había dejado antes de largarse con el dueño de la peluquería en la que trabajaba. Para un puto heterosexual en el gremio, le había tocado a él.

Dio otro sorbo a esa cosa amarga que le habían puesto en la taza y abrió el periódico. Uno de noticias, pasaba de que le restregaran el desastre de su equipo. Las noticias eran un auténtico coñazo incomprensible; la única que entendía perfectamente hablaba del partido de anoche. Al menos había fotos, porque en el bar tenía a los obreros de siempre, a los dos travelos que terminaban la jornada y al calvorota cabrón. Mira, ahora que lo pensaba, el tío al menos no era homófobo, porque se llevaba bastante bien para lo que él era con Marta y Gladis. O que las tomaba por putas.

Las páginas de color salmón eran las peores. Sólo tenían números y nombres de empresas y en las fotos salían señores trajeados con cara de hijoputa o carteles luminosos como los de “su turno” o los de “Guardia Civil” de los coches camuflados. Y había gente que pagaba por esos periódicos.

Echó un vistazo a su reloj. 7:58. En quince minutillos pagaría el café y se iría andando a la nave. Joder, un puto lunes, qué pocas ganas tenía de trabajar y le quedaba toda la semana por delante. Apuró la taza y observó el azúcar que no se había disuelto escurriéndose hacia el borde. Mantuvo unos segundos la taza en alto hasta que una gota enorme y dulce cayó en la punta de su lengua y borró de un plumazo la amargura de la mañana.

Toda la vida había tomado el café sin edulcorar y desde que comenzó a trabajar en el polígono el sobre de azúcar era su mejor amigo. Siempre lo vertía y removía durante unos pocos segundos para que quedara el caramelo secreto al fondo. Esos granitos lo hacían todo más llevadero.

Pintura negra

El bote de pintura negra le fascinaba desde las primeras veces que, siendo aún una criaja, se colaba en el estudio de su padre para verlo pintar. Era un bote más grande que el resto, incluso que el blanco, que era el segundo mayor, y tenía algo que le atraía con esas voces que sólo los niños saben que son reales. Le gustaba sentarse en él o tumbarse sobre los plásticos llenos de colores y abrazarlo y así podía tirarse las horas hasta que su padre bajaba a comer algo o su madre la buscaba porque no estaba en la finca jugando con los perros.

El tiempo pasaba y ahora era ella quien usaba aquellos botes desperdigados y llenos de churretones por toda la sala. No vendía cuadros pero eso era lo de menos, tenía su trabajo en el restaurante y no tenía ni hijos ni vicios ni otras necesidades que no fueran comer, dormir, follar y pintar. Y sólo no descuidaba la última.

No pasó mucho tiempo hasta que descubrió que los lienzos no estaba bien que fueran blancos y lo primero que hacía tras traerlos al estudio o graparlos al bastidor que ella misma había montado era cubrirlos de tapaporos y negro. Dos capas de negro mate.

Seguramente el único capricho que se daba se lo daba desde que descubrió aquella marca de acrílicos traída de Holanda o Bélgica, no lo sabía a ciencia cierta y no le preocupaba saberlo. Hacía seis años largos en que descubrió su negro en uno de los pasillos del fondo de una tienda de pintura –de pintura de señores con mono blanco, no de artistas- que encontró en una pequeña ciudad castellana a la que había ido a pasar el fin de semana de su cumpleaños. Era un bote de plástico negro de 20Kg de pintura que le llamó la atención por tener serigrafiada en negro aún más oscuro la etiqueta. Negro mate sobre negro. Las letras parecían no-existir, eran un diminuto vacío en el universo que le absorbían sin remedio. Acrílico de 20Kg pero en mate, mate. Tenía que probarlo.

Y nunca más compró otra marca, ni siquiera aquella que abrazaba cuando chica. Hasta el terciopelo negro en un cuarto oscuro era más luminoso que aquel pigmento de 129,99€ los 20Kg. Cada nuevo lienzo era ahora una creación en el sentido estricto de la palabra; una nada de la que salía algo a través de sus dedos, de su muñeca, de su codo, de su hombro. Solía quedarse ante un lienzo recién pintado de negro durante unos instantes en los que sólo un suspiro de aire salía exhalado de sus pulmones o el sol subía a lo más alto para caer luego tras los árboles y clarear el horizonte contrario antes de que el pincel acariciara por primera vez la superficie negra.

··oOo··

Su pelo era ya una cascada de hilos de platino quebradizos cuando al ir a comprar más pintura le llegó la noticia de que la fábrica había quebrado. Sabía que no le quedaban muchos más años de vida, pero le hubiera gustado poder dedicarlos a pintar hasta que el pincel cayera al suelo de su mano inerte. Ahora sabía que ya no sería posible y algo en el pecho le dolía por ello. Decidió darse una ducha y salir a dar un paseo, ¿hacía cuánto que no salía a pasear de noche? Le apetecía perderse por el bosque cubierto de hojas verdes, amarillas, rojas y marrones que se veía por los ventanales de su estudio y disfrutar de cómo el ocaso se las comía para regurgitarlas al amanecer. Se puso un sencillo vestido que ya era gris de seda negra sin mangas y unas alpargatas azules casi destrozadas que eran lo más cómodo que una podía imaginar. El sol estaba bajo en el horizonte, la hora perfecta. Se preparó un té verde con vainilla y salió a pasear.

Haría ya dos horas de la puesta de sol pero entre las copas casi peladas de los árboles aún no oscurecía. Se veía un cielo gris plomizo, como de nube de tormenta, salpicado de estrellas. Le dolían los pies por la falta de costumbre y decidió que ya era hora de volver.

Llegó a casa prácticamente a la una de la madrugada bajo el mismo cielo deprimente. La luna casi llena estaba alcanzando su cénit y la noche no era noche. Incluso las calles de esa pequeña y tranquila ciudad bullían de vida. O de angustia. La gente hablaba unos con otros; algunos corrían gritando con los brazos en alto y los ojos queriendo salírseles del rostro, pero todo el mundo sentía la pérdida.

Desde muy pequeña recordaba que le decían que uno no sabe valorar lo que tiene hasta que lo ha perdido. Se había perdido el negro.