viernes, 5 de marzo de 2010

Teorías

Y no eran precisamente manzanas lo que caía del árbol. Sir Isaac Newton había sido un tipo con suerte, a él le estaban cayendo trozos de intestino y otras partes de personas tras la explosión del proyectil y, desde luego, era una situación de mayor gravedad que la del científico inglés. No esperaba alcanzar la inmortalidad como el genio, se conformaba con no alcanzar la mortalidad en ese mismo momento.

Las explosiones se espaciaban entre medio y un minuto, habían descendido el ritmo. Estaba convencido de que era un bombardeo de aviación, no de artillería terrestre. Tendría que decidirse: echar a correr a través de los sembrados hacia el bosque que nacía a un par de kilómetros de las últimas casas de la ciudad o refugiarse entre las ruinas y esperar que no llegaran soldados por tierra mientras esperaba a la noche para escabullirse.

Contó ciento treinta y ocho segundos desde la última explosión antes de echar a correr. Aún no había llegado el medio día y no podía sentarse tembloroso a esperar tantas horas. Dejó atrás la última manzana de casas apretadas y comenzó a cruzar lo que quedaba del parque donde solía llevar a sus hijos a jugar. ¿Hacía cuánto los había perdido? No podía recordar, no quería hacerlo, sólo quería esquivar los huecos dejados por las explosiones y vivir. Sólo vivir. Era curioso qué poco se tardaba en dejar de ver a las personas que fueron los cuerpos mutilados, qué pronto no eran más que escombros orgánicos que tenía que esquivar para no resbalar o tropezarse y caer.

A mitad del parque sonó otra explosión, muy atrás. Apretó el paso. Comenzaron de nuevo a sonar con más frecuencia, algunas más cerca. No escuchaba aviones. Un proyectil impactó a unos veinte metros por delante de él, la onda expansiva lo arrojó de espaldas. No oyó la explosión, sólo un zumbido sordo y un dolor intenso en sus oídos. Se incorporó y echó a andar, se tambaleaba, todo se movía como la cubierta del Pequod en la búsqueda de Moby Dick. Trató de correr, pero era imposible, tropezaba y caía y a duras penas conseguía mantenerse en pie caminando, así que probó a moverse de rodillas, a cuatro patas.

Tenía las manos en carne viva cuando llegó al arroyo que le separaba del bosque. No era sino un hilo de agua que podría cruzarse de un salto. Se aproximó para enjugarse las manos y beber. Se dejó caer de espaldas para recuperar el aliento y observó un hermoso cielo azul moteado de algodones. Una de las nubes parecía una cabeza de dragón mirando de perfil. Otra era, indudablemente, la silueta de Francia. Observaba una que era una pata de jamón cuando cayó a escasos centímetros de su cabeza el obús que le mató sin dolor.

El río se llevó las cenizas del documento en el que el joven matemático había demostrado que Newton se había equivocado.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Natxo!! Un relato muy bueno, con un final inesperado que enriquece el texto.
Besosssss

Maria dijo...

Un gran relato. Intenso, las guerras nunca ha sido buenas, destruyen todo lo que encuentran a su paso.

A.L. dijo...

Me ha gustado :)
Besos

Van dijo...
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