martes, 30 de marzo de 2010

Eran tres

Eran tres los motivos por los cuales se hallaba atado con correas de cuero a la cama de aquel hospital. Eso lo sabía por el documento en papel plastificado que había cagado unas horas antes y que le había desgarrado parcialmente el ano. En aquel documento aparecían dos motivos claramente diferenciados:
  1. Debía infiltrarse en el hospital y buscar la habitación de XXX en toxicología. Allí encontraría una preciosa Walther P38 y tres cargadores de 8 balas bajo el colchón de la cama de la derecha y un papel que debería comerse con un nombre y una habitación.
  2. Había ingerido una dosis importante de YYY que le provocaría una serie de síntomas bastante jodidos de llevar y que provocarían su ingreso casi inmediato en toxicología para tratarle. Podía pasar por intoxicación accidental, pero lo mejor era haber montado el teatro ante todo el mundo.
El punto número 3 debía saberlo, eso decía ponía en el papel. Lo que no veía tan profesional era no recordarlo. Joder, algo tenía que haber en algún lado para hacerle saltar el resorte y acordarse.

A las dos horas de empezar con los espasmos le inyectaron el primer sedante, resultaba inaceptable que alguien mordiera de un modo tan violento a los enfermeros encargados de su cuidado. Como no atendían a razonamientos, le ataron a la cama con cintas. La figura encapuchada de la muerte se había metido en la habitación y miraba el rosco de preguntas de un concurso de la tele mientras se estiraba y chascaba aquellos dedos descarnados. No se dignaba ni a mirarle ni a responder a sus preguntas (bastante impertinentes, todo hay que decirlo).

De vez en cuando venía un médico en lugar de las enfermeras y cogía la capeta que había enganchada a los pies de su cama. La leía, repasaba algo con el dedo y asentía con la cabeza y miraba su reloj mientras se iba con aires de persona ocupada.

Empezó a toser con fuerza hasta que se llenó la boca de un líquido caliente que escupió sobre la almohada al girar su cabeza para tatar de hacerlo sobre el suelo. La sangre era completamente roja, no coagulada sino fresca. Esa vez la enfermera trajo consigo al doctor de antes y a otro ya mayor con perilla y bigote y que parecía sopesar algo. La muerte se había hartado de la tele -los deportes- y miraba a los médicos con curiosidad, escuchándolo todo. Se levantó y se le acercó. Al cabo de un rato, se cansó de estar de pie y se sentó sobre la cama con cuidado de no aplastarle. La tele volvía a llamar su atención. Él se durmió un poco cuando se le calmó el ataque de tos.

Cuando abrió los ojos, un cráneo le observaba directamente desde sus órbitas vacías. Casi que le veía reírse pero no podía estar seguro con ese cara tan inexpresiva, tan sin... carne ni piel. No se sentía muy bien de todos modos, se le iba la cabeza y las migrañas eran cada vez más fuertes. Trató de pulsar el mando de socorro pero no lo encontraba. Poco después llegaron los médicos y estabilizaron su respiración, no así la hemorragia. Le pesaban los párpados y durmió.

Se despertó sentado en el borde de la cama. Su cuerpo yacía inerte entre las sábanas pero no le preocupaba. La muerte le ofrecía su antebrazo para levantarse y caminar. Ahora ya tenía rostro, era el de una mujer muy anciana pero sin arrugas. Tomó su brazo. Se marchó sin fijarse siquiera en el cuerpo que había dejado. Según salían por la puerta la muerte le susurró:

-Eran tres, ¿recuerdas? En tu anillo. Allí estaba el antídoto.

2 comentarios:

punklady dijo...

Me tuviste en vilo hasta el ultimo momento como en otras ocasiones, en algun instante llegue a pensar ke pasaba de hacer su trabajo, pero la falta de memoria resulto ser la jodienda.
Ke tension!! Un abrazo.

Maria dijo...

Jo... me has tneido en vilo todo el tiempo. Muy buen relato, si señor, ainsssss esas cabezas huecas, vacías...
Esto me lleva a pensar que tengo que practicar mucho para que no pierda memoria.
Un breso