La caja de antibióticos estaba caducada desde hacía seis años. Miró de nuevo al anciano y la montaña de cajas de distintas medicinas que había traído en una bolsa muy arrugada de Mercadona y que había ido depositando cuidadosamente y con manos temblequeantes sobre la mesa. Era casi la hora del cierre y sus dos compañeros atendían a los últimos clientes que quedaban en la farmacia.
- Le digo que esta caja no se la hemos podido vender nosotros esta mañana. De veras; aquí llevamos un control muy estricto sobre los medicamentos -le repetía al viejo con una sonrisa.
- Pues seguro que en los abastos no me lo han vendido, joven -los ojos amarillentos y la piel arrugada y seca de aquel señor le producían una profunda tristeza-. Y su cara la he visto esta mañana. Seguro.
- Mire, ¿sabe lo que vamos a hacer? Yo le retiro la caja y usted me viene mañana con otra receta y, en vez de una, le doy dos cajas. ¿Le parece bien? -dijo esperanzada.
La boca del viejo pasó de ser una fina línea a entreabrirse y dejar ver unos dientes diminutos y amarillentos. Sin mediar palabra, se puso a guardar, una por una, las cajas dentro de la bolsa. A continuación, se dio la vuelta y salió tieso como una espiga a una tarde que casi había ennegrecido. Paula se le acercó y le apoyó la mano en el hombro y le dijo unas palabras de consuelo:
- No te preocupes, Maite. Tu padre no sufre. Venga, dame un abrazo.
Se lo dio.
viernes, 10 de agosto de 2007
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