viernes, 5 de octubre de 2007

Sai

Más de cuarenta años llevaba siguiendo ciegamente a su maestro, observando cada gesto, escuchando cada palabra. Cuarenta años en los que, paso tras paso, sentía que su yo crecía más allá de los límites físicos de su cuerpo y se expandía hacia fuera y hacia dentro.

Una hermosa mañana de primavera ambos monjes llegaron a un risco que el camino bordeaba bajo el cual un pastor recostado contra la piedra observaba a sus ovejas pastar. Un pedazo de pan ácimo, un trozo de queso, una manzana verde y una pequeña calabaza de agua reposaban en un saliente de roca, fuera del alcance del cachorrillo que acompañaba al pastor.

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Años después, como ermitaño a quien innumerables monjes venían a admirar desde la distancia y cuya única compañía era la de ese perro decrépito, Sai, aún se preguntaba qué hizo que su maestro se sentara junto a aquel hombre y, con una sonrisa de niño, dejara de hablar y le indicara con un índice tembloroso el camino por el que habían venido.

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