sábado, 13 de octubre de 2007

Mimbre

Los dedos del anciano entretejían las fibras de mimbre con una habilidad infinitamente superior a la que avalarían sus ojos casi ciegos de cataratas. No había tenido hijos y jamás quiso aprendiz alguno; su arte se iría con él al lugar en el que nada tiene ya importancia. Hacía bastante calor a pesar de ser de noche y el aire era seco, muy seco. Ya no sentía la mordida del hambre y refrescaba su boca cuando descansaba sus dedos con el poco agua que quedaba en el botijo. Desde hacía un par de días, los moribundos que gemían agazapados en las sombras de las callejuelas habían dejado de suplicar. Ciertamente él era el último. Terminó de entrelazar un par de fibras y dejó que la tapa se secara al sol mientras se encendía uno de los dos pitillos que le quedaban.

Arrojó la colilla e hizo crujir la tapa de mimbre con ambas manos. Resistía perfectamente. Se la llevó a su sitio y se tumbó un rato. Se hubiera comido un trozo de queso y un buen vaso de clarete de haber sido posible. Luego se fumó el otro cigarro y probó la tapa. Encajaba a la perfección. Y eso que la había hecho a ojo y de memoria. Una pena que todo se perdiera. Cerró lo ojos y se dejó morir en su ataúd de mimbre.

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