Era el atardecer más bonito que había visto nunca. Desde donde estaba, se podían ver las colinas teñidas de oro y rojo bajar ardiendo hacia un mar embravecido por la furia del viento. El sol se hundía tras una isla recortada en el cielo más rojo que se podía haber imaginado. Increíble. Qué luz. Se notaba la mano de Dios en cada detalle.
Solía tenerles manía a las marinas, pero esta exposición monográfica le había roto los esquemas.
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