No tenía mucho sentido seguir esperando. Él no iba a volver. Cada mañana, ella se acercaba a la playa y se quedaba durante horas sentada, esperándole bajo el sol, deseando ver su sonrisa y disfrutar del frescor que traía a su vida. Y algo le decía que ya no volvería a verlo, que había un mar de por medio. Y volvía a casa. Y entonces bebía hasta no poder más.
Seguramente habían deportado a ese chico congoleño que vendía bebidas con su neverita azul llena de hielo.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario