viernes, 13 de febrero de 2009

J. S. Bach

No entendía cómo surgían las canciones en su mente. Piezas que aún no había tocado, que aún no había escrito, que aún no había compuesto y, sin embargo, sabía con certeza que eran suyas. Seguía el hilo de una obra, lo desenredaba, lo convertía en manchas, círculos, palotes y la orquesta sonaba como si estuviera tocando para él, en su cabeza. Escuchaba una melodía por primera vez y sabía exactamente cómo interpretarla en el órgano mientras sonaba.

¿Estaba creando? ¿Estaba plagiando? ¿Era él un mero intermediario entre Dios y los hombres?

Le preguntó al hombre que estaba a su lado que qué pensaba de ello. Y el hombre le respondió que así era un auténtico genio: atemporal, eterno. Todo era obra suya y daba igual que le fuera susurrada por los labios de Dios o nacido de sus entrañas: sin él, esa música no existiría.

J. S. Bach supo que aquel hombre decía la verdad. Y disfrutó durante horas hasta que se fue la música que, en una cajita con luces y botones, había traído ese hombre del futuro.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es verdad, qué más de donde venga, quien le inspire, pero existe, y es oida por miles, millones de personas que admiran "su" obra.