viernes, 23 de mayo de 2008

13

Las campanadas siempre eran trece. Desde que le ingresaron en esa clínica de un pueblucho de las afueras de Mulhouse, se despertaba poco antes de la medianoche esperando -temiendo- oir de nuevo ese nefasto número de campanadas. Por el día veía pasar decenas de personas atareadas con sus asuntos. Aunque le sonreían, sabía que eran muecas falsas y que escondían intenciones horribles pero, por algún motivo, seguían fingiendo a pesar de su indefensión. ¿Qué querrían de él?

La camiseta estaba completamente empapada y pegada a su piel. Era la misma pesadilla de el día anterior en la que las enfermeras se acercaban con unas jeringuillas llenas de un líquido verdoso a su cuerpo paralizado. Se paraban junto a la cabecera de su cama, se inclinaban sobre él y exhalaban su aliento podrido mientras acercaban las agujas a sus ojos. Podía sentir la punzada de las agujas. Y se despertaba.

Su respiración seguía entrecortada cuando sonó la primera campanada. A la cuarta se cubrió la cabeza con la almohada. Ocho tañidos y ya se imaginaba a los espíritus hambrientos esperando a que su alma se separase de su cuerpo. Con la decimoprimera estaba seguro de que entrarían las enfermeras. Una campanada más y el tiempo se detuvo una eternidad.

Sonó la siguiente y aguantó la respiración hasta que no pudo más. Trece campanadas de nuevo. Y un nuevo día en su horrenda rutina cíclica.

El párroco era un buen hombre, pensaba la madre de André. En esos tiempos no era fácil para una viuda sacar adelante a un hijo con un fuerte retraso mental. Y a André le hacía mucho bien sentirse útil como monaguillo. Aunque no supiese contar.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

solo decir...es GENIAL
el mejor de todos, en serio

Anónimo dijo...

Para que decir algo...? sobran los comentarios. COJONUDOOOOOOOO!!!!!