martes, 20 de noviembre de 2007

¡Guau, guau!

El perro masticaba compulsivamente el hueso de plástico que gritaba como un dibujo animado. O hamburguesa. O zanahoria. O lo que fuera el juguete de los cojones. Menudo piso habían elegido para vivir: buen barrio, tranquilo, más o menos silencioso, cerca de colegios y tiendas... todo lo que necesitaban a mano, sin tener que desplazarse mucho. Pero al casero se le pasó por alto comentarles el detalle del puto perro de la portera y sus manías. Así no había quien trabajara desde casa, joder. El año anterior, cuando vivían en el campo, podían salir a pasear cuando la presión era muy fuerte e incluso pasaban de cuando en cuando unos días en el monte. Pero ahora, con el nuevo giro que habían dado las cosas, tocaba vivir en la ciudad y trabajar desde casa.

Dos días después, Eneko compró en la farmacia dos pares de tapones para el ruido y una caja de Gelocatil. No servía.

El viernes Ainhoa pasó por el Mercadona del barrio y se subió casi 50 euros en botellas. Ninguna era de refrescos.

Al día siguiente ambos fueron a comprar costo. El vodka cumplía bastante bien y podía soportarse al perro. Con un peta cargadito seguramente hasta se reirían del bicho y la gorda.

La madrugada de ese mismo domingo los bomberos desalojaron el 41 de la calle Dromedario aunque la estructura seguramente no había sido dañada por la explosión del 4ºB. Había dos cadáveres en ese apartamento reventados por la explosión, un infarto en el 2ºB -moriría camino al hospital- y ataques de ansiedad de distinto grado que afectaban a varios vecinos.

El telediario de sobremesa abrió con la noticia de un comando de ETA que había fallecido al detonarles el artefacto explosivo que manipulaban durante la madrugada. A Bartolo Bueno, sentado en su sofá con su copa de anís, le pareció odioso el perro que sujetaba entre sus brazos una vecina del inmueble afectado y que no paraba de ladrar mientras entrevistaban a su dueña.

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