domingo, 11 de noviembre de 2007

Arte

Los paisajes del cuadro parecían amarillear como agostados por el tiempo. El pintor, frente a su obra, se mesaba nervioso el bigote y seguía sin saber qué hacer. A su lado, el conde se quejaba de los vívidos tonos de rosa que inundaban los rasgos y ropas de los personajes. Las esporas de hongo que pululaban por el taller del pintor no estaban muy contentas con el aceite de linaza que empapaba los pigmentos.

Los críticos alababan con copiosos calificativos la obra de aquel genio incomprendido de mediados del siglo pasado. Al ladrón le pareció una obra menor, sobrevalorada, pero él no sabía tanto de pintura como para mantener una opinión firme. El intermediario lo sentía arder en sus manos, era un gran golpe, quizá demasiado grande. El dueño final se sintió satisfecho de su última adquisición; se sirvió una vaso de Oporto y bajó unos minutos al cuarto de los trofeos a saborear la copa mientras admiraba su colección. Llegó el mayordomo con un mensaje y subió a su dormitorio para esnifar medio gramo de coca. Cumpliría con las dos prostitutas que acababan de llegar.

Qué subjetivo es el arte.

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