Los niños dormían acurrucados en el catre como perrillos de una misma camada. Fuera hacía mucho viento y la nieve se levantaba del suelo para danzar con el viento y molestar a los pocos que aún andaban por las calles. Tenía su puñal sobre la mesa, junto a un mendrugo de pan endurecido, una buena porción de corteza de queso y un vaso de algo que podía servir tanto como bebida para olvidar como para aliñar una ensalada o macerar un pescado.
Estaba harta de prostituirse, de que hombres y mujeres la pegaran después de usarla, de enfermedades y de hambre. Desde poco después de que su marido se fuese como miliciano había tenido que vivir como una viuda, lo fuera o no. Bebió un buen trago.
El fuego del hogar se quedó en rescoldos y la habitación quedaba sumida en una roja penumbra. Sus críos dormían y pasarían mucho frío si no conseguía un poco más de leña. Se acabó el vaso, tomó el puñal y se abrigó para salir a la calle.
Cuando el mayor de los niños abrió los ojos por la mañana la palangana estaba helada.
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