El viento de un precioso anochecer maltrataba las hojas del libro, una copia de El Quijote con tapas de piel desgastadas por el uso. Ahora nadie más lo leería y algún día de temporal el mar acabaría tragándoselo. Junto a él, en la arena, yacía el cadáver aún templado del anciano que había pasado las últimas décadas compartiendo su tiempo con Alonso y Sancho hasta formar parte del mismísimo sueño enfermizo de Cervantes.
Tardarían más de cincuenta años en redescubrir la isla a la que Pedro Gutiérrez, natural de Albacete, había llegado como único superviviente del naufragio del Nuestra Señora del Pinar.
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