martes, 4 de septiembre de 2007

Arte y vida

La mirada lo decía todo. Podía estarse durante horas quieto ante la imagen, saboreando cada trazo que había dejado el pincel del artista sobre un óleo demasiado denso. El pintor no era conocido, seguramente porque sólo se tenía constancia de una obra suya y el lienzo había permanecido en su familia desde hacía varios siglos. Un antepasado suyo.

Ahora era la único de valor que le quedaba en el carrito de supermercado que empujaba por el casco antiguo de la ciudad. Ni se acordaba de qué ciudad era ni si era la misma que le había visto crecer. Los mendigos eran cada vez más rechazados y sufrían más ataques por parte de jóvenes y policía. Ya quedarse durmiendo la mona en la escalera de una iglesia no dejaba dinero suficiente para comprarse otro brick de vino.

Cogió el cuadro y entró en la tienda. El propietario pareció estar a punto de echarle de ahí a escobazos hasta que vio el cuadro que el zarrapastroso llevaba bajo el brazo.

Con los veinte euros pudo darse un festín de anís y jamón de york. Murió de hipotermia esa misma noche en un banco de granito de un parque, sin nombre ni pasado.

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