Ya tenía un bolígrafo de tinta verde. Se sentía la niña más feliz del mundo. Cogió su cuaderno de mates y escribió su nombre. Una y otra vez. Quedaba precioso en ese color. Cuando acabaron las clases, arrancó la hoja, la estrujó, y la tiró a la papelera del aula. Ahora tenía que encontrar un sitio donde esconder el boli. En casa no podían enterarse de que lo tenía.
Las horas pasaban lentamente en casa hasta que llegaba el momento de ir por las mañanas al colegio. Lo más difícil eran los viernes. Aún no habían llegado las vacaciones. Muchos sábados se los pasaba mirando por la ventana y pensando en su bolígrafo y en qué estaría pensando su anterior dueño, si lo echaría de menos, si sabría quién se lo había llevado y buscaría recuperarlo.
Con los días su carácter se volvió agrio y taciturno. Pasó la Semana Santa y el verano ya se acercaba. No iba a conseguir soportarlo, lo sabía. Algo tenía que hacer. El último día de clase, mientras sus compañeros gritaban y reían, ella se metió en el baño y escondió el bolígrafo en el interior de su cuerpo. Encontró otro buen escondrijo en su casa.
A medidados del curso siguiente sólo usaba el bolígrafo en momentos muy especiales. Le quedarían un par de dedos de tinta. La víspera de su undécimo cumpleaños se acabó la tinta. No quiso salir de su habitación y gritaba como una posesa cuando su madre intentaba entrar a ver qué le sucedía. Sólo salió a la hora de merendar porque se hacía pis y tenía hambre.
No hubo fiesta de cumpleaños porque ella echó a todos sus amigos a gritos y empujones. Su madre nunca se había sentido tan avergonzada. Su madre le dio el regalo y se fue en busca de un bar. Se sentía sola.
Abrió el paquete. Era un diario con su candado y su bolígrafo. Lo abrió y trazó su nombre. No pintaba.
lunes, 24 de marzo de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario