domingo, 23 de marzo de 2008

Semana Santa

Como cura estaba harto de repartir hostias. De las unas y de las otras. Los monaguillos eran unos pueblerinos cazurros sin ninguna inquietud espiritual o intelectual. Los feligreses, también. Con toda la ilusión y el fuego de la juventud se había entregado en cuerpo y alma -literalmente- a difundir el mensaje de Cristo y en la canícula de su vida la hiel de la impotencia le llenaba la boca.

Habló con sus superiores para pedir unos días de retiro en soledad. Su fe se tambaleaba. Se los concedieron, claro. Eligió un pequeño monasterio semioculto entre lomas y ríos de la Castilla profunda y entre rezos y paseos en soledad se escaqueaba de las labores diarias.

Volvió a su pequeña iglesia de piedra para preparar la Semana Santa. Sus fieles no eran sino almas cándidas, inocentes a su manera. Representaban a la humanidad en su estado más puro, sin maquillar por los convencionalismos sociales de las grandes ciudades, al igual que Cristo había entregado su vida por gente que en apariencia no lo merecía. Ese Domingo de Resurrección fue especialmente emotivo y como su ofrenda particular al Altísimo, envió decenas de almas a su Gloria.

La Policía científica confirmó que el envenenamiento masivo se debió a la inhalación del cianuro de hidrógeno presente en el incensario de la iglesia.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

me enkanta el humor krudo kon el ke sueles akabar últimamente los relatos del averkekojones
%)
gutatinenepatada!
SOOOOYY YOOO!

Anónimo dijo...

Digno del mejor escritor de novela negra, impredecible!!!