lunes, 10 de marzo de 2008

Amor de Dios

Los relámpagos se hacían notar a través de los grandes ventanales encajados en la piedra y el viento aullaba como heraldo del acontecimiento que iba a tener lugar. El científico revisó las conexiones de su máquina impía y bajó el interruptor a la posición de encendido.

Con cada rayo que golpeaba en el dispositivo aumentaba el chisporroteo de la máquina y se le erizaba el ralo cabello. Un par de impactos más y liberaría la energía creadora que le pondría a la altura de un dios.

Otro rayo. La estancia quedó sumida en un mortecino resplandor azulado que le daba un aspecto plano y fantasmal. Cada segundo parecía quedarse pegado al anterior y sólo transcurría cuando no le quedaba más remedio. Diez segundos. Veinte segundos. Veintitrés.

Cae otro rayo y la máquina chirría, grita, llora y vomita su energía sobre el engendro que yace justo debajo. El tiempo se deshace en un eterno instante hasta que los engranajes del mundo vuelven a crujir. Sobre la mesa, una abominación abre los ojos y se yergue hasta quedar sentada. Un hombre que no le debe su vida a Dios.

La turbamulta se arremolina a las puertas del castillo. No quieren ser libres.

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