sábado, 9 de febrero de 2008

Al final del camino

Los álamos se seguían unos a otros en una fila que parecía no tener fin. Le recordaban a una hilera de monjes esperando su turno para tomar un tazón de sopa. Tonterías de anciano.

El viento enredaba los pocos pelos que aún poblaban su cabeza y se le colaba entre los pliegues de la ropa a pesar de arrebujarse con la capa de lana. Las orejas le dolían por culpa del frío pero no quería pararse a un lado del camino. No tenía dónde refugiarse. Así que siguió caminando.

Tenía hambre; no había comido desde... desde anoche, cuando aquel viajero compartió con él un pedacito de queso y medio panecillo y le dio la única manzana que tenía. Un buen hombre ese viajero que siguió su propio camino.

La noche se había comido al día y las estrellas brillaban con fuerza en un cielo en el que la luna terminaba de trepar las montañas de levante. Frente a él una reja abierta invitaba a flanquear el pálido muro en el que terminaba el sendero. Entró y paseo dubitativo entre las tumbas hasta que encontró un lugar cubierto de hierba fresca, protegido del viento. Se tumbó y cerró sus ojos por última vez.

Había llegado al final de su camino.

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