miércoles, 23 de abril de 2008

Pecando

Aunque ya hacía muchos veranos que había sido ordenado, más o menos cada medio año, volvía a hacer aquello con lo que su difunto padre le marcó el paso de la niñez a la hombría. Nunca se había planteado qué pasaría si se enterasen en el monasterio pero, seguramente, sería expulsado tras el revuelo inicial. Prefería no pensar en ello pues se sentía un devoto servidor de Cristo y no entendía por qué dar de vez en cuando ese gusto al cuerpo -hecho a imagen y semejanza del suyo- era pecado y no sacramento.

Iba cubierto con la capa de un viajero y nadie diría que aquella figura fuera la de un franciscano y no un artesano que iba a saciarse a aquel sórdido local. Llamó a la puerta y abrió una mujer entrada en carnes con el escote perlado de sudor. Claro que en la ciudad había locales de más renombre y con mejor servicio pero le resultaba muy difícil conseguir el dinero para pagarse su vicio. Y, además, en un sitio como este no era probable que se encontrase con alguien que le pudiera reconocer. Le dio a la mujer las monedas de rigor y ésta le acompañó al reservado. Se santiguó y se dispuso a pecar.

Un par de horas después salía feliz a la fría noche. Bendito pecado. Qué bien sentaba meterse un cabrito entero entre pecho y espalda.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ya se yo que nunca es lo que uno piensa al principio. Eres genial, tienes una gran inaginación y poder de confundir, o quizá esta vez es que haya sido malpensado y por eso pensé otro final? Muy bueno!! si señor.

JR dijo...

me gusta mucho tu blog natxo!!!
un saludo