martes, 29 de abril de 2008

Milagros

Cada año hacía un viaje muy especial. Unos iban a Lourdes, otros a Fátima. Algunos al Valle de los Caídos o a Covadonga. Ella iba a un pequeño pueblo de las montañas de Gredos, al lugar en el que fue testigo de un esperanzador milagro. Ahí se arrodillaba ante un árbol seco, lo abrazaba, y se quedaba largas horas murmurando y sollozando mientras que, cada año que pasaba, más fieles se congregaban para presenciarlo. Al terminar el día, se recogía en silencio y, sin hablar nunca del tema, volvía a la vida normal hasta el siguiente año.

El segundo aniversario de su muerte se inauguró el pequeño santuario que se había levantado con dinero de los fieles y el beneplácito del arzobispado. Pronto sería beatificada, era cuestión de meros trámites. Los milagros que había obrado en vida eran ya parte del acervo regional. Su cuerpo -presuntamente incorrupto- descansaba bajo una sencilla lápida de mármol al pie del árbol.

María nunca se explicó por qué la gente iba a verla cuando visitaba el árbol en el que de pequeña vio un hombre ahorcado con una tremenda erección y a cuyo espíritu pedía que revitalizara el miembro de su esposo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

"mu güeno", "mu güeno", es así como se hace futuro. No dejes de sorprendernos