Los cuatro regalos que había recibido cabían en su manita de niño. Cuatro figuritas talladas por su hermano en piedras del río. Eran un hombre, una mujer, un perro y otro perro. Muy rígidos, posando como estatuas, pero se quedaban en pie cuando los apoyaba sobre la mesa o el suelo. Se tiraba horas y horas jugando con ellos hasta que su hermano volvía a casa con algo para cenar.
Ahora su hermano tenía que irse a la guerra pero volvería, lo había prometido. Mientras, se quedaría en la casa en la que trabajaba su tía y ayudaría con las tareas más sencillas. Su hermano no lloró cuando se despidieron.
Durante dos años y un verano esperó todos los días su regreso. Aunque ya casi no tenía tiempo libre, seguía jugando con las figuritas casi todas las noches.
A mediados del otoño llegó un cartero a la casa con un paquete para él. Sabía que era de su hermano. Dentro había una figurita de un soldado partida en dos. Ninguna carta -había aprendido a leer estos años-.
"Se me partió entre los dedos cuando nos dijeron que había acabado la guerra" le contó su hermano entre besos y abrazos el día de su vuelta.
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