jueves, 3 de enero de 2008

Artesano

No era el agujero más pequeño que podía hacer. Sobre todo porque no se quitaba la la manía de redondearlo para que quedara perfecto y, claro, así lo agrandaba. Y encima sus ojos cada año veían un poquito peor y sus manos temblaban un poco más. A este paso nunca lo conseguiría.

Ese verano Pablo se preguntaba qué se traía su abuelo entre manos, que siempre lo encontraba encorvado sobre la mesa de su taller cuando se levantaba y nunca le dejaba ver lo que hacía. Sólo sabía que, de vez en cuando, le mandaba a por cajitas pequeñas de cerillas al colmado. Y de las de madera, nada de papel encerado o cartulina. Su abuelo se rió a carcajadas el día que le preguntó que por qué no se compraba un mechero y luego le hizo acercarse, le abrazó un buen rato y le besó varias veces la cabeza.

Llegaron los primeros fríos del otoño y su abuelo murió. Sobre la mesa de su taller había una cajita de fósforos forrada de terciopelo rojo y que ponía Pablo con letras recortadas en latón. Dentro había un juego incompleto de diminutas fichas de dominó talladas a partir de vástagos de cerilla.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Mucha ternura