lunes, 21 de enero de 2008

Altramuces

Altramuces. Estaba hasta los cojones de comer altramuces. Todos los putos días iba al bar, se tomaba una caña, y le ponían un platito de loza lleno de esos malditos demonios de color amarillo. Y mira que estaban buenos los hijos de puta.

Cuando se los ponían, se juraba no tocarlos -a ver si Elisa, la dueña del bar, se daba por aludida y le ponía otra cosa-. Cuando llevaba media caña, tomaba uno, le daba un mordisco de canto, y sacaba la legumbre. Mientras la masticaba y saboreaba, dejaba con cuidado el pellejo en un lado del plato. Y ya no comería más. Bueno, otro más, sólo otros dos, o cinco. No más de medio plato.

Mataba de un trago la caña y en el plato no quedaban ni los pellejos. Joder qué ricos. Siempre pagaba con 1,50 € y le dejaba las vueltas a Elisa.

El viernes antes de empezar julio se acercó como de costumbre al bar. Le pidió al chico -el hijo mayor de Elisa, ya lo conocía- una caña. Aceitunas rellenas de pimiento morrón. Era su día. Por fin. Cogió un palillo y pinchó una. La miró a los ojos, y se la llevó a la boca. Qué sabor. Deliciosa. Pinchó otra, y otra, y otra.

Un par de minutos después dejó 1,20 €, media cerveza y cinco aceitunas sobre la barra. Puta mierda de sitio y puta mierda de aperitivos. Ahí no volvía.

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