jueves, 27 de noviembre de 2008

Reincidente

Después de más de treinta años, era libre. El frío de la noche entumecía sus dedos y no tenía nada ni a dónde ir pero se sentía hombre por primera vez en muchos años. Le gustaba el cielo, callado y lleno de estrellas que le contaban mil historias. Le gustaba el viento que ululaba y asustaba a los ancianos y le dejaba las calles sólo para él. Le gustaba el frío que hacía crujir las hierbas bajos sus pies y que le dolía y le recordaba que estaba vivo y sentía. ¡Cuántas cosas se había perdido durante todos esos años, asomado al ventanuco del diminuto espacio en el que había pasado sus días!

Tenía hambre. Hambre y sed. Y hambre de mujeres y sed de lugares que aún no conocía. Miraba de reojo a la gente que le miraba de reojo, llena de miedo. Y no quería que ese miedo le volviese a entrar por los ojos y se le alojase en el pecho y le impidiera respirar hondo. No podía tener miedo. Y sólo sabía hacer una cosa.

Aquel bar de viejos tenía buena pinta. Estaban los tres o cuatro parroquianos de costumbre en la barra y en las tres mesas mugrientas rodeadas de sillas destartaladas no había nadie. Pidió una cerveza y se sentó de espaldas a la pared en la mesa del fondo, mirando hacia la puerta de la entrada. Luego metió su mano en el bolsillo y sacó su arma. A por todas. Y comenzó a escribir.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muchos suspense :) Bonita descripción. Saca tu también tu arma como lo vas haciendo día tras días durante más de un año.