miércoles, 19 de noviembre de 2008

Desde el este

Como cada viernes tras el ocaso las mujeres caminaban murmurando sus plegarias en comitiva. El eco de sus pisadas en el empedrado de la calle quedaba ahogado entre tanto cuerpo y ropaje ajados por la edad. Llovía, pero no lo suficiente como para dejar la procesión. Se sentían solas, abandonadas a su suerte, y sus rezos eran la única esperanza a la que podían dar forma desde que semanas atrás llegaron las hordas de las frías estepas del este. No quedaba ningún hombre en el pueblo.

La luz amarillenta que vomitaba la puerta de la iglesia resultaba fríamente acogedora. Tras dejar la imagen frente al altar se arrodillaron en los bancos a proseguir con sus plegarias. Luego, se retiraron a sus casas.

Manuela se despertó sobresaltada cuando escuchó el chirriar de la puerta de casa. Aguantando la respiración tras el parapeto de las mantas prestaba atención a cada ruido que se acercaba al dormitorio. Se hizo la dormida. La puerta del dormitorio se abrió con suavidad y entró una figura que se detuvo ante la cabecera de la cama. Manuela sentía asco y rabia. La figura se agachó y besó su cabeza. Olía a alcohol y coño. Tomás había vuelto del burdel de las rusas.

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