jueves, 17 de julio de 2008

Putos yonkis

Tenía la ropa salpicada de sangre. De la suya o de la del otro. Seguramente más del otro que suya. Del hijo de puta que le había atracado a punta de navaja un cuarto de hora antes.

Corría a ciegas por el descampado. Era una noche sin luna y las estrellas no iluminaban lo suficiente. Se lo había cargado al yonki ese fijo, porque después de caer al suelo, se quedó completamente quieto y ni gimió cuando le dio una patada. Después le cogió la jeringuilla y salió corriendo. Aunque no se oían gritos desde los chabolos no se atrevió a parar hasta que tropezó y cayó de bruces al suelo. Le ardían las manos y sentía un dolor sordo en un codo y ambas rodillas pero no parecía haberse roto nada. Respiró hondo varias veces y poco a poco se pudo poner a gatas. Luego se incorporó. Se tocó el rostro con las palmas de las manos. Las dos sangraban y le escocían. Se sacó el mechero e iluminó el suelo hasta dar con la jeringuilla. La encontró enseguida. Trató de correr otra vez pero el dolor sólo le dejaba andar.

Se sentía muy débil cuando llegó a las vías del tren, le temblaban las manos. A pocos cientos de metros estaba el apeadero de cercanías y los seguratas estarían viendo el partido. Sólo tenía que aguantar un poco más y por fin podría chutarse.

Llegó al extremo del andén, iluminado por la poca luz amarilla que escapaba de las farola del centro del apeadero. Se sentó en el banco de hormigón y cogió la jeringuilla. No tenía aguja. Buscó en los bolsillos, se levantó y dos pasos después cayó inconsciente.

Cuando abrió los ojos en la UVI móvil lo segundo que le preguntaron los del SAMUR después de su nombre -Jorge- era por qué no se había inyectado la insulina.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Lo veo, lo siento y me quedo sin respiración