jueves, 31 de julio de 2008

Arte

La visión de tanta hermosura le dejó paralizado durante un eterno instante. Esa figura de delicada filigrana de piedra azul lechoso parecía invitarle a tocarla, acariciarla, fundir sus dedos en cada curva. Era la pieza más grandiosa y delicada que había visto en su vida como experto en arte.

Horas después llegó la duda. Toda una vida dedicada a
la contemplación y análisis del arte y ahora, en el invierno de su
vida, cuanto había hecho se le antojaba falso, vacío, podre. La figura era aún más hermosa de lo que parecía en un principio y el irisado de sus detalles acompañaba suavemente cada curva como si de un organismo vivo se tratase.

No tardo mucho más en aparecer el terror al ver cómo sus miedos tomaban mayor entidad. La figura era perfecta en su ejecución, en sus proporciones, en el equilibrio y la armonía de sus formas y de las tenues vetas que surcaban su superficie. Se encontraba, sin lugar a dudas, ante la mayor obra de arte jamás ejecutada. O no.

Las lágrimas corrían a chorros por sus mejillas. No soportaba tanta angustia, tanto dolor. Miró hacia la ventana en la que un sol ya triste caía sobre el mar enrojecido. Se levantó y se detuvo ante la ventana. A pesar de las lágrimas aún podía apreciar la magnificencia del espectáculo que se repetía cada noche desde mucho antes de que apareciera el hombre sobre la faz de la tierra. Apoyó la mano en el marco de piedra. Saltó.

¿Qué era El arte? Aquella figura no había sido tallada por la mano del hombre. Era hija de los caprichos de la naturaleza.

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