lunes, 16 de julio de 2007

Soledad

Nadie podía ver la luz que parpadeaba por el cristal de la ventana. Fuera nevaba. Suave, lentamente. Sin viento que arremolinase los copos junto a las paredes o los lanzase en caprichosos vaivenes. Dentro de la cabaña de una sola habitación una vela ardía a medio consumir. Una sucia alfombra, una mesa, dos sillas. Un jergón junto al hogar vacío de una chimenea. Un plato de hojalata y una vela encima. Eso era todo cuanto había en la cabaña. Fuera, junto a la puerta, la nieve se posaba en un manto terso e inmaculado, sin rastro de huellas.

Cuando se apagó unas horas después el sol llevaba unos minutos calentando el verdor que asomaba bajo las copas cubiertas de los árboles. Una pequeña vela en medio de la estepa siberiana acababa de conseguir por sí misma el mayor logro en la historia de las velas y ese acto de suprema voluntad y sacrificio se había perdido en las aguas del olvido, inútil, malogrado.

No hay comentarios: