martes, 3 de julio de 2007

Lluvia de agosto

La lluvia, minutos antes un fastidio, ahora era una bendición. Perseo, cuyo nombre debía haber sido Teseo -su padre erró la leyenda-, yacía boca arriba con unas cuantas balas mordiendo su pecho. Bajo la poca luz mortecina que dejaban entrever las nubes, podía observar cómo una figura encapuchada arrastraba su guadaña por el fango. Como todos los moribundos, sabía que ya había llegado la hora. Cerró sus ojos y sonrió. La lluvia refrescaba su rostro.

Cuando los abrió de nuevo, una mujer de mejillas sonrosadas le dedicó una sonrisa y le acercó un poco de caldo. Sabía a nabos, a gloria.

Dichosos campesinos.

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