sábado, 2 de mayo de 2009

Hogar (II)

Las gaviotas sobrevolaban su cabeza haciendo ruidos como de gato. La brisa marina del atardecer azotaba su cabello contra la cara mientras miraba cómo se acercaba la costa del que sería su nuevo hogar, entre montañas descarnadas y fiordos como hachazos de un dios iracundo. ¿Cuántos años había pasado en tierras lejanas que casi nadie conocía?

El barco atracó con las últimas luces del día y ya las calles se iluminaban de la oscilante luz de las antorchas de brea. A pesar de la hora la ciudad era aún un hervidero de actividad, de mujeres de sonrisas descascarilladas y marineros con erecciones, de vendedores de pollos, carnes y patatas asadas, de voceros que anunciaban los mejores y más económicos mesones, de las posadas más limpias y cercanas a los burdeles. No sabía dónde ir así que se dejó mimar por uno de los mozos de El Bajel Errante.

La comida estaba bien, mejor de lo que esperaba en una ciudad tan septentrional a esas alturas del año. No tan abundante como habría querido pero con la tercera jarra pidió otro plato de estofado que le duró hasta la última cerveza que pidió. Salió al callejón a mear y luego subió a su habitación.

Los días pasaban y con ellos llegó el verano. Había dejado un trabajo tras otro, como siempre. Ninguno le satisfacía. Se enroló en un barco mercante.

Las gaviotas sobrevolaban su cabeza haciendo ruidos como de gato. La brisa marina del atardecer azotaba su cabello contra la cara mientras miraba cómo se acercaba la costa del que sería su nuevo hogar, entre verdes colinas y prados como terciopelo de la capa de un gigante. ¿Cuántos años había pasado en tierras lejanas que casi nadie conocía?

1 comentario:

Anónimo dijo...

La vida es un constante ir y venir, se repite. Cuantos puertos volverá a ver acercarse?