lunes, 11 de mayo de 2009

Geometría

A Jordi le fascinaban las pirámides de latas y cajas que hacían en los supermercados. Entre los primeros recuerdos que tenía de su infancia estaba el de corretear en pos de aquellas magníficas montañas de objetos conocidos que se repetían y juntaban para formar enormes estructuras. Se movía entonces en círculo alrededor mientras iba apretando suavemente con el dedo cada una de las piezas desde el suelo hasta donde llegaba. Su madre y la gente del supermercado se quedaban mirándole, sonriendo y diciéndose cosas que no le importaban; él sólo quería tocar todas y cada una, cerciorarse de que el orden era real, perfecto, que no había ningún elemento disonante que rompiera esa armonía. Si lo había -una lata bocabajo, una etiqueta mal girada, una caja algo descolocada- sentía como si le apretaran la tripa y le daban ganas de llorar y vomitar.

Con el paso de los años no perdió su interés. Gracias a la escuela entendía mucho mejor qué eran esas estructuras, cómo se mantenían, qué variaciones podían introducirse en ellas sin que perdieran el equilibrio, la armonía. Poco a poco empezó a quitar latas a intervalos regulares, mover cajas hacia dentro y hacia fuera o las giraba sobre un lateral de modo que quedasen como si girasen en espiral.

En cuanto cumplió catorce años convenció a su madre de que le dejase trabajar en el hipermercado los fines de semana. En la entrevista dejó muy claro que él quería ser reponedor, que no le importaba cobrar menos que los demás pero que le dejaran montar los expositores de las promociones. A aquella mujer rubia que quería ser más joven le gustó. Le gustó su iniciativa, le gustó su decisión. Incluso le gustó la idea de darle un toque artístico a los expositores. Le contrató por el mismo sueldo que al resto y le advirtió de que no llegara tarde el sábado.

La primera creación de Jordi no fue más que una estrella de cinco brazos que crecía hacia arriba girando en sentido horario. No estaba mal. Las siguientes semanas construyó bóvedas, cúpulas, arcos. Los niños podían entrar en sus construcciones y observarlas desde dentro.

Pronto se convirtió en una atracción, al hipermercado venían muchos visitantes sólo para observar el trabajo de Jordi y, de paso, hacían algo de compra. El encargado, tras consultarlo con sus superiores, ordenó reservar una esquina -la más cercana al muelle de carga- para que Jordi crease una especie de parque temático con distintos productos -cuyos fabricantes pagaban una prima- entretejidos en una diminuta ciudad de edificios imposibles.

Y en las vacaciones de verano de su vigésimo cumpleaños, Jordi encontró a su media naranja. Pau era un filósofo que había dejado todo para irse a vivir al campo, a repoblar una aldea. Tenía veintiocho años, la manera de ver el mundo de un sabio anciano y la vitalidad de un adolescente. Y se pasaba las horas cuidando y disfrutando de su huerto. En cuanto lo vio, Jordi supo que era él a quien había estado buscando toda la vida sin saberlo.

Jordi no volvió a la ciudad. Se quedo con Pau y juntos cuidaron de su huerto donde cultivaba una variedad propia de romanescu gigante.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Los éxitos, son solo eso éxitos. Hay algo más profundo y cuando nos toca, dejamos todo atrás y cambiamos nuestro rumbo para seguir ese algo que nos ha tocado.