martes, 23 de diciembre de 2008

Toda una vida

Años tras año de trabajo, al terminar la jornada, colocaba cuidadosamente los lápices, bolígrafos y portaminas que había utilizado durante el día en su portalápices de madera. Había algo especial en ese recipiente que había tallado su padre una tarde en la que le había acompañado con las ovejas. Su padre, al caer la noche, le dijo que no estaba destinado a ser pastor y que aquel portalápices le recordaría siempre de dónde venía y cual era su destino.

Ahora, la víspera de su jubilación, sus herramientas de escritura parecían haberse fundido con el tarro de madera en una escultura perfecta y atemporal que representaba toda una vida, todo un arte. Con una hermosa sonrisa que llegaba hasta sus ojos empequeñecidos tras los cristales de unas viejas gafas se puso el abrigo y se despidió de su escritorio hasta el día siguiente, hasta el día en el que celebrarían una fiesta de despedida. Hoy había sido el último día de trabajo.

Llegó una media hora tarde por la mañana, tal y como le había aconsejado el jefe. La oficina estaba llena de globos, compañeros sonrientes, una pancarta y montones de cosas para picar. Al acabar con la primera tanda de abrazos se acercó al colgador y dejó el abrigo. Sobre su mesa, diáfana, un horrendo ordenador.

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