domingo, 14 de febrero de 2010

El nuevo barrio

Los ladridos comenzaban a resultar insoportables. Seguro que era una mierda de perro de esos canijos con una dueña mayor, gorda y viuda o solterona, no podía ser de otra manera. Mira que le gustaban los animales pero existía una serie de excepciones que parecían sentir preferencia por su nuevo barrio. Se había mudado por cuestiones de trabajo; el anterior, un barrio del extrarradio, era mucho más silencioso, lleno de parques y espacios abiertos, luminoso y podía correr con tranquilidad a cualquier hora del día. Pero el trabajo ya escaseaba por allí y tardaba más de una hora y cuarto en llegar al centro de la ciudad, así que llegó a la conclusión de que lo mejor era irse a vivir al centro e ir andando a los trabajos que le fueran saliendo. Y ahora, dos días después de mudarse, comenzaba a arrepentirse.

No paraban los ladridos y encima el desgraciado bicho corría por el parqué con unas uñas largas que rascaban y arañaban y producían un ruido como de canicas o tizas golpeando una pizarra o algo que era incapaz de describir. Dejó sus herramientas sobre la mesa, soltó el trapo humedecido en limpiador y apagó el flexo. No podía más, ahora mismo subiría y dejaría las cosas claras. Se quitó la bata, los pantalones y la camisa del pijama y se vistió con unos vaqueros negros, una camiseta blanca con publicidad de un producto de limpieza y una sudadera roja con capucha. Se calzó las alpargatas, giró las llaves que colgaban de la cerradura y se las guardó en el bolsillo.

Bajó una media hora después, sonriendo y bastante satisfecho. Llevaba una bolsa de un supermercado con algunas cosas que le había dado la señora -al final había resultado ser delgada pero había acertado en todo lo demás-. Y el perro se había quedado completamente en silencio. Así daba gusto.

Vació la bolsa sobre la mesa. Montones de joyas de oro y piedras preciosas y un par de fajos de billetes de 200 y 500 euros. La señora había cantado en cuanto se despertó de los efectos del cloroformo y él retorció el cuello al perro amenazándola con hacerle lo mismo si no le daba las joyas. Luego le ayudó a tomarse una buena sobredosis de pastillas para dormir. La policía no sospecharía demasiado de un vecino, y él tenía los huevos de acero. Recogió sus ganzúas, palancas y otras herramientas para reventar cajas fuertes y alarmas y las guardó en su escondite. Mira, al final no iba a ser tan mal barrio para trabajar.

2 comentarios:

Katy dijo...

jajaja, vaya microrelato genial pero con mucha "Mala Milk" pero clare depende de que lado estés. Me ha encantado.
Besos

Ñocla dijo...

Minirelato impresionante, mantiene la atención y la intriga. Final inesperado. Me ha gustado.