lunes, 19 de julio de 2010

El último ermitaño

El paisaje era un erial de grúas muertas, estructuras de obra civil a medio construir y maquinaria largamente abandonada que el tiempo y el hambre comenzaban a desmembrar. Hubo un tiempo en el que el frenesí de la construcción había pisoteado el sentido común, incluso el suyo, y por eso le había parecido un símbolo inequívoco de prosperidad, de desarrollo, de evolución. Formaba parte de esa sociedad amorfa que se construía y fagocitaba a partes iguales. Él, uno de los poderosos que se alimentaba de la construcción, del trabajo de los otros, de los currantes que vivían de su trabajo para trabajar en él. Todo parecía correcto, adecuado, natural.

Pero el tiempo había acabado por hacerlos enfermar a todos: a unos por devorar en exceso, a otros por dejarse sus vidas en construir para los primeros. Y llegó el declive que los destruyó, sin materias primas de las que seguir alimentándose, sin sumideros donde eliminar los desperdicios. Su mundo se vino abajo hasta desaparecer en un estruendo cada vez más silencioso, ridículo.

Y sólo quedó él, refugiado entre las rocas y alimentándose en cuerpo y espíritu de los restos de su civilización. Pensando en todo y herido por las obviedades que surgen burlonas cuando uno mira al pasado. Fuera quizá hacía sol, o era de noche y llovía. No lo sabía, seguía en su cueva saciando su hambre de saber con recuerdos del mañana que nunca fue e imaginando futuros para ese pasado que le arrojó sin piedad a este doloroso presente.

Y el cuerpo también tenía hambre. Salió de su refugio hacia el bosque más cercano de grúas. Estiró un brazo y partió un pedazo del contrapeso de una de ellas. Era de sus partes favoritas; crujía bajo sus dientes y se deshacía en un picante sabor con tintes a caramelo de frutas tropicales.

Era el último de los habitantes de Fraggle Rock.

2 comentarios:

Azahara dijo...

Qué grande eres, joder :D

Anónimo dijo...

Escribes muy bien, tío.