Deambulaba cojeando por el páramo, hambrienta, asustada. Recordaba con claridad la deflagración de las armas de fuego, sus hijos volando convertidos en amasijos de carne, el olor de la pólvora. El dolor ciego en su muslo que la devolvió al mundo y le dijo que corriera, que corriera entre los árboles donde podría tener una oportunidad de escapar. Los gritos en ese idioma desconocido se fueron apagando hasta que se acurrucó bajo una encina baja y durmió.
Despertó cuando el cielo comenzaba a clarear. El dolor ya no era tan fuerte. Echó a andar. El encinar fue dando paso a campos de cereal abandonados salpicados de árboles aquí y allá hasta que el paisaje se hundió en escarpados valles labrados por ríos. Bajó por una senda y se acercó a beber al río. Se quedó descansando hasta que el sol se escondió tras las paredes del valle y caminó de vuelta al páramo.
Llegó la siguiente noche. La luna iluminaba las piedras de blanco, dejaba los arbustos en negro. Los conejos salían de sus madrigueras y se alejaban asustados al verla. Pasó una lechuza. Aguantó unos minutos más antes de esconderse en una paridera abandonada para dormir.
Le despertó un ruido fuera, era de día. Se quedó inmóvil, respirando con toda la suavidad que le permitía la tensión. Entraron dos niños. La vieron. Salieron corriendo. Estaba perdida, salió fuera y corrió hasta que un latigazo de dolor le paralizó de cintura para abajo. El calor era asfixiante, se arrastró por los sembrados durante una eternidad hasta que vio aparecer a un hombre uniformado con un rifle. Le miró fijamente mientras éste levantaba el rifle, apuntaba y disparó. Todo se oscureció.
Se despertó con el olor de la comida. En una esquina de la celda había un plato con comida y otro con agua. Se acercó, cojeaba pero ya no dolía. Comió. Comió como si le fuera la vida en ello. Relamió el plato y el hombre del rifle apareció. No pudo evitar mover el rabo contenta cuando se arrodilló para acariciarle el lomo a través de las rejas.
Despertó cuando el cielo comenzaba a clarear. El dolor ya no era tan fuerte. Echó a andar. El encinar fue dando paso a campos de cereal abandonados salpicados de árboles aquí y allá hasta que el paisaje se hundió en escarpados valles labrados por ríos. Bajó por una senda y se acercó a beber al río. Se quedó descansando hasta que el sol se escondió tras las paredes del valle y caminó de vuelta al páramo.
Llegó la siguiente noche. La luna iluminaba las piedras de blanco, dejaba los arbustos en negro. Los conejos salían de sus madrigueras y se alejaban asustados al verla. Pasó una lechuza. Aguantó unos minutos más antes de esconderse en una paridera abandonada para dormir.
Le despertó un ruido fuera, era de día. Se quedó inmóvil, respirando con toda la suavidad que le permitía la tensión. Entraron dos niños. La vieron. Salieron corriendo. Estaba perdida, salió fuera y corrió hasta que un latigazo de dolor le paralizó de cintura para abajo. El calor era asfixiante, se arrastró por los sembrados durante una eternidad hasta que vio aparecer a un hombre uniformado con un rifle. Le miró fijamente mientras éste levantaba el rifle, apuntaba y disparó. Todo se oscureció.
Se despertó con el olor de la comida. En una esquina de la celda había un plato con comida y otro con agua. Se acercó, cojeaba pero ya no dolía. Comió. Comió como si le fuera la vida en ello. Relamió el plato y el hombre del rifle apareció. No pudo evitar mover el rabo contenta cuando se arrodilló para acariciarle el lomo a través de las rejas.
2 comentarios:
Me has tenido en vilo todo el relato. Aunque corto, pero intenso. Vívido.
No has perdido facultades, todo lo contrario escribes mejor.
Hola Natxo, me ha gustado mucho este relato breve, bien hilvanado y ameno. Es sumamente tierno.
Un abrazo
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