Recordó aquella historia sobre el gato albino y el mirlo blanco que había leído unos días atrás. No podía evitarlo, era supersticiosa y sabía perfectamente que, aunque la gran mayoría de los amuletos, santurrones, adivinos, curanderos y demás calaña no eran sino engañabobos, había objetos raros y poderosos que atraían a las fuerzas del universo que la gente llamaba suerte y otros que las repelían.
Y ahí estaba ese extraño ante su puerta, sosteniendo en silencio a la altura de su rostro un pequeño trébol de cinco hojas que comenzaba a perder la tersura. No parecía un duende, un espíritu ni ningún otro personaje de cuento de hadas. Más bien diría que era un vagabundo de unos cuarenta años que apestaba a orina y algo parecido a la leche agria. La barba descuidada no trepaba mucho por las mejillas tiznadas de mugre sobre las que descansaban dos huevos enrojecidos con el iris azul claro. Su pelo, seguramente cortado por su peor enemigo, tenía pinta de ser rubio. Alto y demacrado, el Quijote mal dibujado y descolorido de su camiseta de Mägo de Oz parecía esconder debajo mellizos a los que aún quedaba un par de meses para llorar por primera vez. Y sus raídos vaqueros de pitillo negros acababan en unas botas J'hayber que debían haberle acompañado media vida. No decía nada -mejor, no quería saber el aspecto y olor de lo que escondía su boca-, sólo le ofrecía intermitentemente el trébol con un gesto mecánico de su brazo mientras le miraba el escote.
Verse envuelta en una situación tan extraña no le dejaba otra opción que actuar como si nada pasara. Le dedicó una sonrisa y colocó sus manos abiertas bajo la del hombre quien dejó caer la plantita. Casi podría jurar que estaba cálida al tacto; sentía una gran energía manando de ella y desparramándose entre sus dedos. El hombre agachó la cabeza y arrastró sus pies hacia la acera, pasando a su lado sin mirarla ni detenerse. No dejó de mirarle hasta que hubo desaparecido entre la multitud. Abrió la puerta de casa y fue directamente hacia la terraza, donde tenía su escritorio y un pequeño estudio de pintura. Sacó del segundo cajón la cajita de acuarelas que le regaló su abuelo, la vació color por color dejándolos con cuidado sobre la mesa, y volcó la caja para sacar el fondo enrejado de madera. Cayeron una vieja foto en color que el tiempo había hecho sepia y una hoja doblada en cuatro que desdobló y releyó. Puso el trébol en ella, alisó las cinco hojas con un dedo y la dobló y apretó con cuidado antes de meterla en el doble fondo con la foto y volver a llenar su cajita de acuarelas.
Esa misma noche, un par de horas antes del amanecer, el mendigo se despertó con las voces de unos gitanos que iban recogiendo cartones y muebles viejos que echaban en su destartalado camión. Le quitaron sus cartones pero no le dieron patadas como los chicos del otro día y no tuvo que huir. El frescor le había despejado y echó a andar hacia el centro. Se acercó a la puerta de atrás de la panadería donde Wilfredo, el sudamericano que le encontró unos días atrás hurgando en los contenedores, le dejaba una barra de pan todos los días. Ahí estaba Wilfredo, sentado en el escalón con un pan sobre las piernas y un cigarrillo colgando de su boca. El jefe se había enterado de lo del pan. No, no le había echado. Le había dado un abrazo y una palmada en la espalda y le había pedido que le dijera a su amigo que necesitaban un ayudante en el molino de harina. El vagabundo le contó a su amigo lo que le había pasado el día anterior, algo muy extraño: después de haberse comido el pan se echó un rato sobre la hierba del parque, entre los tréboles, y se despertó hacía un rato en un callejón, casi un día después. Sólo recordaba haber soñado que quería darle algo a una mujer, a su nieta.
Y ahí estaba ese extraño ante su puerta, sosteniendo en silencio a la altura de su rostro un pequeño trébol de cinco hojas que comenzaba a perder la tersura. No parecía un duende, un espíritu ni ningún otro personaje de cuento de hadas. Más bien diría que era un vagabundo de unos cuarenta años que apestaba a orina y algo parecido a la leche agria. La barba descuidada no trepaba mucho por las mejillas tiznadas de mugre sobre las que descansaban dos huevos enrojecidos con el iris azul claro. Su pelo, seguramente cortado por su peor enemigo, tenía pinta de ser rubio. Alto y demacrado, el Quijote mal dibujado y descolorido de su camiseta de Mägo de Oz parecía esconder debajo mellizos a los que aún quedaba un par de meses para llorar por primera vez. Y sus raídos vaqueros de pitillo negros acababan en unas botas J'hayber que debían haberle acompañado media vida. No decía nada -mejor, no quería saber el aspecto y olor de lo que escondía su boca-, sólo le ofrecía intermitentemente el trébol con un gesto mecánico de su brazo mientras le miraba el escote.
Verse envuelta en una situación tan extraña no le dejaba otra opción que actuar como si nada pasara. Le dedicó una sonrisa y colocó sus manos abiertas bajo la del hombre quien dejó caer la plantita. Casi podría jurar que estaba cálida al tacto; sentía una gran energía manando de ella y desparramándose entre sus dedos. El hombre agachó la cabeza y arrastró sus pies hacia la acera, pasando a su lado sin mirarla ni detenerse. No dejó de mirarle hasta que hubo desaparecido entre la multitud. Abrió la puerta de casa y fue directamente hacia la terraza, donde tenía su escritorio y un pequeño estudio de pintura. Sacó del segundo cajón la cajita de acuarelas que le regaló su abuelo, la vació color por color dejándolos con cuidado sobre la mesa, y volcó la caja para sacar el fondo enrejado de madera. Cayeron una vieja foto en color que el tiempo había hecho sepia y una hoja doblada en cuatro que desdobló y releyó. Puso el trébol en ella, alisó las cinco hojas con un dedo y la dobló y apretó con cuidado antes de meterla en el doble fondo con la foto y volver a llenar su cajita de acuarelas.
Esa misma noche, un par de horas antes del amanecer, el mendigo se despertó con las voces de unos gitanos que iban recogiendo cartones y muebles viejos que echaban en su destartalado camión. Le quitaron sus cartones pero no le dieron patadas como los chicos del otro día y no tuvo que huir. El frescor le había despejado y echó a andar hacia el centro. Se acercó a la puerta de atrás de la panadería donde Wilfredo, el sudamericano que le encontró unos días atrás hurgando en los contenedores, le dejaba una barra de pan todos los días. Ahí estaba Wilfredo, sentado en el escalón con un pan sobre las piernas y un cigarrillo colgando de su boca. El jefe se había enterado de lo del pan. No, no le había echado. Le había dado un abrazo y una palmada en la espalda y le había pedido que le dijera a su amigo que necesitaban un ayudante en el molino de harina. El vagabundo le contó a su amigo lo que le había pasado el día anterior, algo muy extraño: después de haberse comido el pan se echó un rato sobre la hierba del parque, entre los tréboles, y se despertó hacía un rato en un callejón, casi un día después. Sólo recordaba haber soñado que quería darle algo a una mujer, a su nieta.
2 comentarios:
Me encanta la forma que tienes de describir escenas, paisajes, personajes.
¿A quien le trajo buena suerte el trebol de cinco hojas...?
Quizá todos deberíamos de encontrar un trebol de cinco hojas y regalarsela a alguien querido, por ejempla a ti.
Un beso y feliz domingo
Natxo, tu me has regalado un trebol conociendote, gracias.
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