No sabía concretar si eran azules o blancos los ojos de aquel lobo que todas las noches se acercaba y merodeaba por su improvisado campamento. Sólo lo había visto una vez, la noche anterior, y era un ejemplar magnífico de lobo ártico que le miraba fijamente, sin miedo, desde el otro lado de la hoguera. Los días previos había encontrado huellas en los alrededores, cada vez más cercanas; dos días antes, junto a su lecho. Los lobos nunca habían sido enemigos de las tribus de las nieves, si acaso, los inviernos más duros competían por los pocos alces y conejos nivales que encontraban. Pero ambos se mantenían al margen de los otros, y así había sido desde que Ikhnï talló a los hombres del hielo de los glaciares de su montaña.
La noche que abrió los ojos y lo vio, sintió que el miedo se le helaba en el corazón hasta romperse en mil cristales que el viento boreal esparció por las nieves. Entonces el lobo bajó la cabeza sin dejar de mirarle e, irguiéndola de nuevo, dio media vuelta y trotó hacia el sol de la noche en el norte.
Pasó todo el día pensando en aquel animal. Tenía que ser un espíritu de la naturaleza, un hijo de la tierra y de los bosques. Pronto el sol volvería a dormir, y cada noche un rato más, hasta morir en invierno. ¿Qué hacía lejos de los suyos, solo como él? Su aldea había sido arrasada por los hombres de piel oscura y ahora vagaba entre el bosque y las tierras heladas, sobreviviendo.
Esa noche lo esperaría despierto, y le ofrecería uno de los peces que había pescado. Seguramente moriría con el sol en invierno, un hombre solo nada podía hacer contra la Noche Larga. Al menos el lobo le haría compañía hasta ese momento.
El fuego ardía y crepitaba con la grasa de una trucha; tenía otra destripada y desraspada sobre una piedra al otro lado de la hoguera. Era tarde para su cena, pero quería esperar despierto a que el lobo apareciese. No fue así. El sueño le pudo, se arrebujó entre las pieles y durmió.
Cuando despertó, la trucha ya no estaba allí. En su lugar había una liebre manchada de sangre junto a un ovillo de pelo blanco que soñaba que corría.
La noche que abrió los ojos y lo vio, sintió que el miedo se le helaba en el corazón hasta romperse en mil cristales que el viento boreal esparció por las nieves. Entonces el lobo bajó la cabeza sin dejar de mirarle e, irguiéndola de nuevo, dio media vuelta y trotó hacia el sol de la noche en el norte.
Pasó todo el día pensando en aquel animal. Tenía que ser un espíritu de la naturaleza, un hijo de la tierra y de los bosques. Pronto el sol volvería a dormir, y cada noche un rato más, hasta morir en invierno. ¿Qué hacía lejos de los suyos, solo como él? Su aldea había sido arrasada por los hombres de piel oscura y ahora vagaba entre el bosque y las tierras heladas, sobreviviendo.
Esa noche lo esperaría despierto, y le ofrecería uno de los peces que había pescado. Seguramente moriría con el sol en invierno, un hombre solo nada podía hacer contra la Noche Larga. Al menos el lobo le haría compañía hasta ese momento.
El fuego ardía y crepitaba con la grasa de una trucha; tenía otra destripada y desraspada sobre una piedra al otro lado de la hoguera. Era tarde para su cena, pero quería esperar despierto a que el lobo apareciese. No fue así. El sueño le pudo, se arrebujó entre las pieles y durmió.
Cuando despertó, la trucha ya no estaba allí. En su lugar había una liebre manchada de sangre junto a un ovillo de pelo blanco que soñaba que corría.
5 comentarios:
Hola Natxo!! Magnífico relato. Tiene magia y atrapa. me gustó mucho.
Besosssss
Los lobos blancos de ojos azules. Bellísimos.
Un relato hermoso,. ¿Se haría amigo al final del hombre?
Este terminaría por no respetarle.
Un abrazo
Sí, vamos, como que tenías razón en decirme que lo leyera...muy chulo Nachito ;-)
Precioso relato, lleno de ternura y misterio.
Me ha gustado muchísimo a pesar de que no entendía el título.
"Cuando despertó, la trucha ya no estaba allí. En su lugar había una liebre manchada de sangre junto a un ovillo de pelo blanco que soñaba que corría".
Si el ovillito de pelo blanco, es lo que yo me imagino, yo quiero uno.
Un beso enorme, te has superado
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