Con un café comenzaba siempre el día. Hasta que no se lo tomaba, ese día no contaba. No era porque tuviera sueño o porque la cafeína disparara su actividad cerebral más allá del punto de la subconsciencia. Era algo mucho más visceral, una creencia, una costumbre, una herencia del último recuerdo que tenía de su padre.
-Hasta que no tomo un café, no soy persona -le decía su padre riendo cuando se le hacía tarde para llevarla al cole.
E hizo suya esa afirmación. El día que sus padres y Tobi murieron en aquel ascensor cuando volvían de su paseo matutino -ella tenía cuatro años, cinco meses y dos días-, se tomó la cafetera que habían dejado preparándose para el desayuno. Cuando llegaron los de servicios sociales, Mariana estaba serena, era muy persona. Aunque tuvo que hacer pis en dos ocasiones y mojó sus pantalones en la ambulancia camino del hospital.
Sus recuerdos eran muy vagos hasta que con siete años se hizo amiga de Pedro, uno de los cocineros del internado, y volvió a tomar café. Sólo tenía que entrar en la cocina un rato antes del desayuno, sentarse en una silla, levantarse la falda y esperar a que Pedro agitase la pilila hasta que escupía. Debía dolerle mucho porque cerraba los ojos, gemía y temblaba. Después le daba una sonrisa, unas palmadas en la espalda, un beso en la coronilla y dos tazones de café bien negro. Cuando tenía doce años, una mujer empezó a venir a mitad de curso en vez de Pedro. En vez de darle sus dos tazas de café, la mujer se echó las manos a la cara y salió corriendo en busca del director. Estuvo tres días sin café hasta que en una reunión con la psicóloga y el director le prometieron darle café a cambio de nada. Sólo tenía que pedirlo por favor y no decirle nunca a nadie cómo se lo pedía a Pedro.
Los años pasaron y terminó su segunda licenciatura, Físicas, con veintiún años. Ya con diecinueve la propia universidad le becó el 100% de los estudios, alojamiento, dinero de bolsillo y cuanto café quisiera en cualquier cafetería del campus. A los veintitrés ya era titular de una cátedra.
Petra -se había cambiado el nombre con treinta y cuatro- ganó el Nobel de Física por su aplicación práctica de la transferencia instantánea de información a cualquier distancia, lo que permitía obviar las limitaciones de la Mecánica Cuántica. Donó el dinero del premio para la construcción de escuelas para los campesinos de los cafetales de Colombia y sus patentes al dominio público, para el libre uso y disfrute por parte de la Humanidad.
Murió de vieja con cincuenta y dos años y sus cenizas fueron esparcidas por aquellos cafetales repletos de campesinos cultos.
Cada vez que alguien pide un café en el mundo y se marcha sin probarlo, una gélida mano acaricia su espalda y le arranca escalofríos.
-Hasta que no tomo un café, no soy persona -le decía su padre riendo cuando se le hacía tarde para llevarla al cole.
E hizo suya esa afirmación. El día que sus padres y Tobi murieron en aquel ascensor cuando volvían de su paseo matutino -ella tenía cuatro años, cinco meses y dos días-, se tomó la cafetera que habían dejado preparándose para el desayuno. Cuando llegaron los de servicios sociales, Mariana estaba serena, era muy persona. Aunque tuvo que hacer pis en dos ocasiones y mojó sus pantalones en la ambulancia camino del hospital.
Sus recuerdos eran muy vagos hasta que con siete años se hizo amiga de Pedro, uno de los cocineros del internado, y volvió a tomar café. Sólo tenía que entrar en la cocina un rato antes del desayuno, sentarse en una silla, levantarse la falda y esperar a que Pedro agitase la pilila hasta que escupía. Debía dolerle mucho porque cerraba los ojos, gemía y temblaba. Después le daba una sonrisa, unas palmadas en la espalda, un beso en la coronilla y dos tazones de café bien negro. Cuando tenía doce años, una mujer empezó a venir a mitad de curso en vez de Pedro. En vez de darle sus dos tazas de café, la mujer se echó las manos a la cara y salió corriendo en busca del director. Estuvo tres días sin café hasta que en una reunión con la psicóloga y el director le prometieron darle café a cambio de nada. Sólo tenía que pedirlo por favor y no decirle nunca a nadie cómo se lo pedía a Pedro.
Los años pasaron y terminó su segunda licenciatura, Físicas, con veintiún años. Ya con diecinueve la propia universidad le becó el 100% de los estudios, alojamiento, dinero de bolsillo y cuanto café quisiera en cualquier cafetería del campus. A los veintitrés ya era titular de una cátedra.
Petra -se había cambiado el nombre con treinta y cuatro- ganó el Nobel de Física por su aplicación práctica de la transferencia instantánea de información a cualquier distancia, lo que permitía obviar las limitaciones de la Mecánica Cuántica. Donó el dinero del premio para la construcción de escuelas para los campesinos de los cafetales de Colombia y sus patentes al dominio público, para el libre uso y disfrute por parte de la Humanidad.
Murió de vieja con cincuenta y dos años y sus cenizas fueron esparcidas por aquellos cafetales repletos de campesinos cultos.
Cada vez que alguien pide un café en el mundo y se marcha sin probarlo, una gélida mano acaricia su espalda y le arranca escalofríos.
2 comentarios:
Genial!!! ahora mismo he sentido una gélida mmano en mi espalda y me ha recorrido un escalofrío.
Ya sabes que me ha pasado, voy corriendo a tomarme el cafe, aunque no muy cargado.
Un beso, creativo ser.
Me quedo con los hermosos cafetales de Colombia y una buena taza de café. tampoco soy persobna hasta que no me lo tomo por la mañana.
La mano gélida solo me recorre la espalda cuando presiento que me ronda un virus :)
Besos
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