El sonido de la cascada se notaba acolchado, apagado. Estaba en la orilla del río, con un pie dentro del agua gélida, poniendo toda su atención en escuchar el estruendo de la cascada pero era muy, muy tenue. Tampoco conseguía escuchar el canto agudo de los pajarillos que disfrutaban del sol en las ramas de los árboles. Minutos después ya no oía nada.
Se calzó la chancla y volvió por la senda hacia el coche. Se echó la mochila con el portátil al hombro, cogió la silla plegable, y volvió hacia el río. Los tapones de silicona que había comprado esa mañana eran cojonudos.
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2 comentarios:
Ah, era de esos a los que les molesta la vida y prefieren no oir y no ver... ? :-P
A veces es preferible oir la música y los sonidos de nuestro interior. Los ruidos de fuera no nos dejan oir los susurros del alma y del corazón que muchas veces a pesar de sus gritos no oirmos. Quiza el poner un tapon de silicona sea la solución.
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