Las campanadas siempre eran trece. Desde que le ingresaron en esa clínica de un pueblucho de las afueras de Mulhouse, se despertaba poco antes de la medianoche esperando -temiendo- oir de nuevo ese nefasto número de campanadas. Por el día veía pasar decenas de personas atareadas con sus asuntos. Aunque le sonreían, sabía que eran muecas falsas y que escondían intenciones horribles pero, por algún motivo, seguían fingiendo a pesar de su indefensión. ¿Qué querrían de él?
La camiseta estaba completamente empapada y pegada a su piel. Era la misma pesadilla de el día anterior en la que las enfermeras se acercaban con unas jeringuillas llenas de un líquido verdoso a su cuerpo paralizado. Se paraban junto a la cabecera de su cama, se inclinaban sobre él y exhalaban su aliento podrido mientras acercaban las agujas a sus ojos. Podía sentir la punzada de las agujas. Y se despertaba.
Su respiración seguía entrecortada cuando sonó la primera campanada. A la cuarta se cubrió la cabeza con la almohada. Ocho tañidos y ya se imaginaba a los espíritus hambrientos esperando a que su alma se separase de su cuerpo. Con la decimoprimera estaba seguro de que entrarían las enfermeras. Una campanada más y el tiempo se detuvo una eternidad.
Sonó la siguiente y aguantó la respiración hasta que no pudo más. Trece campanadas de nuevo. Y un nuevo día en su horrenda rutina cíclica.
El párroco era un buen hombre, pensaba la madre de André. En esos tiempos no era fácil para una viuda sacar adelante a un hijo con un fuerte retraso mental. Y a André le hacía mucho bien sentirse útil como monaguillo. Aunque no supiese contar.
La camiseta estaba completamente empapada y pegada a su piel. Era la misma pesadilla de el día anterior en la que las enfermeras se acercaban con unas jeringuillas llenas de un líquido verdoso a su cuerpo paralizado. Se paraban junto a la cabecera de su cama, se inclinaban sobre él y exhalaban su aliento podrido mientras acercaban las agujas a sus ojos. Podía sentir la punzada de las agujas. Y se despertaba.
Su respiración seguía entrecortada cuando sonó la primera campanada. A la cuarta se cubrió la cabeza con la almohada. Ocho tañidos y ya se imaginaba a los espíritus hambrientos esperando a que su alma se separase de su cuerpo. Con la decimoprimera estaba seguro de que entrarían las enfermeras. Una campanada más y el tiempo se detuvo una eternidad.
Sonó la siguiente y aguantó la respiración hasta que no pudo más. Trece campanadas de nuevo. Y un nuevo día en su horrenda rutina cíclica.
El párroco era un buen hombre, pensaba la madre de André. En esos tiempos no era fácil para una viuda sacar adelante a un hijo con un fuerte retraso mental. Y a André le hacía mucho bien sentirse útil como monaguillo. Aunque no supiese contar.
2 comentarios:
solo decir...es GENIAL
el mejor de todos, en serio
Para que decir algo...? sobran los comentarios. COJONUDOOOOOOOO!!!!!
Publicar un comentario