No era la primera vez que le jodían el día en aquella cafetería de la esquina. Lo peor de trabajar en un polígono situado bastante más allá del culo del mundo era que sólo existía un puto bar/restaurante en toda la zona. Lo mejor, que nunca había problemas de aparcamiento. No tenía coche.
Ahí estaba el lunes por la mañana en que su equipo había bajado matemáticamente a segunda. El autobús le dejaba a las 6:43, el siguiente llegaba a las 8:43. Su turno de trabajo comenzaba a las 8:30. Su jefe era un auténtico hijo de puta. El fabricante de aquel café debía ser aún peor persona. Y el calvo y grasiento dueño del Bar Madrid –seguramente se había quedado calvo pensando el nombre- era antipático, sucio, xenófobo y del Madrid.
Sacó un pitillo de su pitillera. Era fea de cojones pero se la había regalado su mujer por su primer aniversario de boda y no se le rompían los cigarrillos. Además, era lo único que la muy zorra le había dejado antes de largarse con el dueño de la peluquería en la que trabajaba. Para un puto heterosexual en el gremio, le había tocado a él.
Dio otro sorbo a esa cosa amarga que le habían puesto en la taza y abrió el periódico. Uno de noticias, pasaba de que le restregaran el desastre de su equipo. Las noticias eran un auténtico coñazo incomprensible; la única que entendía perfectamente hablaba del partido de anoche. Al menos había fotos, porque en el bar tenía a los obreros de siempre, a los dos travelos que terminaban la jornada y al calvorota cabrón. Mira, ahora que lo pensaba, el tío al menos no era homófobo, porque se llevaba bastante bien para lo que él era con Marta y Gladis. O que las tomaba por putas.
Las páginas de color salmón eran las peores. Sólo tenían números y nombres de empresas y en las fotos salían señores trajeados con cara de hijoputa o carteles luminosos como los de “su turno” o los de “Guardia Civil” de los coches camuflados. Y había gente que pagaba por esos periódicos.
Echó un vistazo a su reloj. 7:58. En quince minutillos pagaría el café y se iría andando a la nave. Joder, un puto lunes, qué pocas ganas tenía de trabajar y le quedaba toda la semana por delante. Apuró la taza y observó el azúcar que no se había disuelto escurriéndose hacia el borde. Mantuvo unos segundos la taza en alto hasta que una gota enorme y dulce cayó en la punta de su lengua y borró de un plumazo la amargura de la mañana.
Toda la vida había tomado el café sin edulcorar y desde que comenzó a trabajar en el polígono el sobre de azúcar era su mejor amigo. Siempre lo vertía y removía durante unos pocos segundos para que quedara el caramelo secreto al fondo. Esos granitos lo hacían todo más llevadero.