Estos últimos meses han sido realmente deprimentes. No desde un punto de vista depresivo sino completamente objetivo: mi salud ha sido una puta mierda y mi estado anímico peor que mi salud. He dejado de beber, procuro dormir y yo que sé qué más cosas pero mi cuerpo se emperra en darme patadas en los cojones cuando trato de buscarme otra realidad. Hago lo imposible para sentirme mejor y resulta que tomarme dos latas de cerveza cuando quiero desconectar hacen que escriba de una puta vez. Y no me gusta, pero es lo que hay.
Echo de menos algunas cosas de mi pasado -reciente, lejano, qué más da- pero soy consciente de que mi futuro es cada vez más difícil y vivo en un limbo en el que aún soy un crío aunque tenga más 40 años que 30. Quiero hacer cosas y, más que nada, cambiar esta situación físico-anímica tan atroz de invalidez efectiva. Lo que peor llevo, con muchísima diferencia, es ver que la gente que me importa no sea capaz de entender qué cojones me pasa y lo tomen por abulia, pasotismo o simple gilipollez. Cada día me levanto de la cama con el deseo de arrancarle a la vida un poco de salud para hacer algo más que el día anterior y me doy de bruces con el espejo en el que un payaso enfermo se pone su nariz rota y su ropa raída para reírse de sí mismo y sólo es capaz de llorar de la angustia que le causa la imagen que ve reflejada.
Y resulta que esta noche, después de sentirme como la mierda, me pongo delante del espejo y me descojono. Menudo pringado hay ahí: un payaso que se lamenta de lo risible que es.
Como un escritor que no escribe.