viernes, 23 de julio de 2010

Desmitificando (I)

No le parecía que hubiera llegado tan tarde. Porque no quedaba ni uno. La pradera donde se había celebrado la fiesta se veía pisoteada y llena de restos coloridos de basura pero allí no estaba ni el gorrón de su cuñado, que detectaba todo aquello que oliera a comida y bebida gratis en 50 km a la redonda. Miró a un lado y a otro por si era una broma que le querían gastar, algún tipo de sorpresa por algo que no acertaba a adivinar -su cumpleaños había sido medio año atrás-. Pero nada, ni rastro de los demás.

Lo cierto es que se había granjeado merecidamente esa fama de tardón -de huevazos, vamos- y contaba con llegar a las fiestas cuando la gente ya caía al suelo bebida o fumada. Pero de ahí a que no hubiera nadie había una línea que nunca antes había cruzado. Miró las huellas en la hierba por si se alejaban en alguna dirección concreta. Pero nada, no parecían alejarse si no era unas pocas sueltas hacia el bosquecillo para aliviar las vejigas e intestinos.

Pues nada, ahí estaba de pie como un gilipollas, estrenando pantalones de cuero y pensando en los cabrones que le habían dejado tirado. Buscó algo de comer y de beber entre los restos y se tumbó en la hierba a fumar.

No fue sino hasta dos días después que se dio cuenta de que era el último mohicano.

miércoles, 21 de julio de 2010

Malos hábitos

Pocas cosas le daban tanto asco como morder -masticar- un cacho de ternilla oculto en una croqueta. De pollo, claro. No le pasaba muy a menudo, pero claro, todos los días comía y cenaba en algún bar donde siempre pedía media ración de croquetas que bajaba con dos tercios de cerveza muy, muy fría y coronaba con un par de puritos.

Y, gilipollas de él, ahora eso se le iba a acabar. Toda una vida haciendo lo que le había dado la gana y, claro, la ostia había sido tremenda. Tras su luna de miel una revisión rutinaria en la mutua y ¡zas!, a la mierda con su rutina de bares. La doctora había sido tajante: nada de bares ni tabaco; mucha verdura y fruta frescas, pescado y aves y las carnes rojas muy, muy de vez en cuando. O dejaba radical e inmediatamente sus hábitos o ya se podía ir despidiendo de su mujer.

Amargado, mordisqueó la penúltima de las croquetas de la ración y pegó un buen sorbo a su segundo tercio. Masticó. Escupió una puta ternilla al suelo y se cagó en la puta leche que mamó. Joder. Mierda. Ostia. Si dejar esto no era un sacrificio por amor que bajara Dios del cielo y lo viera. Casi se arrepentía de haberse casado con su doctora del alma.

lunes, 19 de julio de 2010

El último ermitaño

El paisaje era un erial de grúas muertas, estructuras de obra civil a medio construir y maquinaria largamente abandonada que el tiempo y el hambre comenzaban a desmembrar. Hubo un tiempo en el que el frenesí de la construcción había pisoteado el sentido común, incluso el suyo, y por eso le había parecido un símbolo inequívoco de prosperidad, de desarrollo, de evolución. Formaba parte de esa sociedad amorfa que se construía y fagocitaba a partes iguales. Él, uno de los poderosos que se alimentaba de la construcción, del trabajo de los otros, de los currantes que vivían de su trabajo para trabajar en él. Todo parecía correcto, adecuado, natural.

Pero el tiempo había acabado por hacerlos enfermar a todos: a unos por devorar en exceso, a otros por dejarse sus vidas en construir para los primeros. Y llegó el declive que los destruyó, sin materias primas de las que seguir alimentándose, sin sumideros donde eliminar los desperdicios. Su mundo se vino abajo hasta desaparecer en un estruendo cada vez más silencioso, ridículo.

Y sólo quedó él, refugiado entre las rocas y alimentándose en cuerpo y espíritu de los restos de su civilización. Pensando en todo y herido por las obviedades que surgen burlonas cuando uno mira al pasado. Fuera quizá hacía sol, o era de noche y llovía. No lo sabía, seguía en su cueva saciando su hambre de saber con recuerdos del mañana que nunca fue e imaginando futuros para ese pasado que le arrojó sin piedad a este doloroso presente.

Y el cuerpo también tenía hambre. Salió de su refugio hacia el bosque más cercano de grúas. Estiró un brazo y partió un pedazo del contrapeso de una de ellas. Era de sus partes favoritas; crujía bajo sus dientes y se deshacía en un picante sabor con tintes a caramelo de frutas tropicales.

Era el último de los habitantes de Fraggle Rock.

Génesis

No es más que una semilla que ha caído en una grieta llena de musgo seco en una roca de tantas del canchal. Han sido muchos años de sequía; años salpicados de tormentas que hacían germinar algunas de las que El Árbol había madurado en su seno y luego desarraigaban esas mismas aguas furiosas.

El tiempo fluye, cambia. Se repite y nunca es el mismo. Los vientos de cambio soplan de nuevo, desde las montañas de las que nunca bajaban. Y ahora traen esponjosas nubes cargadas de agua.

Cambia el clima. Llueve.

El agua penetra en mi interior.