viernes, 14 de mayo de 2010

En la peluquería

Debía haber sido una de las experiencias más impresionantes de su vida porque no recordaba nada de lo que había hecho ese último mes y medio y no sabía qué demonios hacía tumbado en un sillón de esa peluquería una madrugada de viernes casi a las tres de la mañana. Las luces amarillas de la calle desierta entraban por el ventanal e iluminaban casi la mitad de las baldosas rojas y blancas de la sala que la convertían en una especie de neblina de luz fantasmagórica. No tenía resaca, los bronquios no le pitaban y su garganta no parecía inflamada ni reseca. Ni la boca le sabía a cenicero. Podía moverse sin problema y nada le dolía. Bueno, sí, le dolía un poco la polla, pero como si no hubiera parado de follar los últimos días.

Se puso en pie de un salto mientras se decía mentalmente “alehop” y se hurgó en los bolsillos. Un abono de metro con 3 viajes picados el mismo día de abril, sus llaves, un mechero morado con la margarita pocha de Punkuxumusu, dos papeles de fumar hechos bolitas y su cartera en el bolsillo de atrás. Dentro estaba la mierda de siempre y dos billetes de 20€ nuevecitos y con la numeración correlativa.

El tipo del espejo tenía buen aspecto, con su camiseta azul o negra –no se distinguía bien con la luz amarilla-, sus vaqueros negros –no se los compraba azules-, sus greñas revueltas y su barba de dos semanas. La verdad es que le conocía muy bien. Lo extraño es que hacía los menos cuatro años que no lo veía.

Era el cabronazo que le había prometido que volvería pronto, que no se preocupase porque iba a buscar ayuda cuando ella cayó y se rompió el… el algo, no recordaba el qué, pero sí que se lo había roto. Era un cabronazo por haberla dejado ahí tirada, en un terraplén junto al camino que ambos habían decidido tomar a través del bosque cuando se escaparon de su trabajo y de su vida un jueves de principios de otoño. Pasaron casi tres días antes de que un furtivo la encontrara y ocho horas más antes de que un grupo de gentes de un pueblo cercano la rescatara. Y de él nadie sabía nada ni nadie volvió a saber.

Le miró fijamente a los ojos y él no apartó la vista sino que sonrió. No entendía nada. Nada en absoluto. Pero lo importante es que había vuelto.