domingo, 28 de febrero de 2010

La hora

Era la hora en la que los monstruos que acechaban en la noche huían despavoridos. No, no era el sol que asomaba su corona tras las oscuras montañas. Tampoco era un paladín o un hombre santo que se aventurara en la espesura para descargar la ira de Dios sobre esas infernales criaturas. Hasta la muerte misma tomaba la mano de Cronos para perderse en un futuro difuminado.

Era la hora en la que la sombra aparecía arrastrándose, aún más negra que la noche. Escuchaba el siseo del aire deslizándose por sus deformes fosas nasales, escapándose entre sus colmillos chorreantes de baba. Sigilosa, trepaba por los pies de la cama. El peso de su cuerpo musculoso aprisionaba sus piernas bajo las mantas raídas hasta situarse sobre su pecho. No podía ver su cara pero sentía su fétido aliento en el rostro. Entonces, sin previo aviso, su viejo bulldog francés le lamía la cara y, acurrucándose en su almohada, dormían sin pesadillas.

viernes, 26 de febrero de 2010

Un gato blanco

Aquel gato blanco le tenía encantado. Era la envidia del resto de la nobleza. Entre tanto gato exótico y variopinto, el único completamente blanco de la corte, un gato albino. La duquesa, supersticiosa y aficionada a la magia, le había llegado a ofrecer la Península del Jabalí a cambio. Unas buenas tierras, no para cultivar, pero sí para hacerse un fuerte para la época de guerra. Pero no, un gato completamente blanco tenía que ser el mejor amuleto contra la mala suerte.

Llegó el décimo aniversario de la coronación del rey y todos los nobles llevaban en sus carruajes a los mejores músicos y compositores de todo el mecenazgo de Europa. El suyo, un joven compositor vienés, era el mayor genio que la música había dado en todos los tiempos. Con él, se ganaría el favor del rey, y su primogénita estaba en edad casadera, bella y educada. Perfecta para su joven hijo.

Subían las escaleras de palacio cuando su joven músico quedó completamente reventado por el gran tiesto de mármol que acababa de caer de la balaustrada de la terraza. Las rosas rojas que contenía yacían desperdigadas entre los amasijos sanguinolentos que salpicaban aquellos escalones empapados de talento.

En los jardines del conde, su gato devoraba un mirlo blanco.

jueves, 25 de febrero de 2010

Una llave oxidada

Llevaba meses esperando ese momento. Había batallado contra hordas de soldados de muchos lugares: bárbaros de las estepas, hombres del desierto, monjes guerreros de las montañas, marineros negros de ultramar y caballeros de las llanuras. En sus brazos habían muerto muchos amigos; con sus brazos, innumerables enemigos. Había delirado con fiebres, el frío le había arrancado algunos dedos de los pies, se había alimentado de inmundicias que los perros de su castillo hubieran dejado a un lado.

Pero ahora volvía a casa con los supervivientes de su ejército. Ante ellos, bajando la loma, se alzaba su castillo recortado en el cielo rojo del atardecer. Una comitiva de veinte soldados de su guardia venía con antorchas a escoltarlos de vuelta al hogar. Casi podía escuchar las fanfarrias que sonarían al cruzar el puente, olía el venado asado, las verduras humeantes, el pastel de carne y el vino e hidromiel que esperaban en el banquete.

Le gustaba ver a sus hombres disfrutando de la cena, de su vuelta al hogar. Se palpó el bulto que colgaba oculto de una cadena de oro bajo sus ropas. La llave de su más preciado tesoro. Alzó su copa de vino, brindó por el valor de aquellos hombres y la gloria que habían traído consigo. Se sentía cansado y deseaba volver a contemplar su tesoro, disfrutarlo antes de dormir. Se despidió de sus hombres y se dirigió a sus aposentos. Cerró la puerta por dentro y, sonriendo, sacó la llave que colgaba de su cadena. Estaba cubierta de orín, oxidada por meses de sudor y de lluvias. La acercó al candado que encerraba su tesoro, la introdujo y no pudo girarla. No podía ser. La sacó, y la observó a la luz de las velas. Los dientes estaban roídos. No podía ser. La introdujo de nuevo en la cerradura. No había nada que hacer.

Se asomó a la ventana y gritó su frustración al oscuro valle, a las estrellas. Su mujer le abrazó por detrás. Tampoco era para tanto, ya le quitarían al día siguiente el cinturón de castidad.

miércoles, 24 de febrero de 2010

La taza

Esa tosca taza de barro cocido era su mejor recuerdo hecho cosa, su bien más preciado. No servía para meter otra bebida que no fuera agua, el líquido penetraría en las paredes y ahí quedaría macerándose, pudriéndose, envenenando la taza para siempre. Y temía que con la taza estropeada se estropearía el recuerdo y volvería a estar solo en el mundo. Gracias a la taza, había dejado de beber vino, cerveza o licores. Su hígado cansado había vuelto a despertar y se sentía más joven, más capaz de levantarse con las primeras luces de la mañana y atender a los asuntos del reino.

Pero cada noche, después de cenar, se sentaba ante la ventana con su taza llena de agua, sorbiendo y mirando cómo el cielo rojo se consumía y volvía negro. Apuraba entonces la taza y lloraba por el chico que la hizo con sus manitas y que El Tiempo le robó hacía ya tantos años. Muchos años pensó que no le quedaba nada del chico salvo los recuerdos que se iban emborronando hasta que, al poco de dar comienzo las obras de restauración, encontraron en una pequeña sala del ala abandonada del castillo unos palitos toscamente tallados y esa taza arrugada que el niño había modelado con sus manos y cocido en el horno de pan. Cuando la vio de nuevo, algo tenso se rompió en su interior y desparramó un acúmulo de emociones contrapuestas.

Soñaba con aquel niño rubio correteando por los pasillos, por la sala del trono, por las habitaciones, entrando en la cocina para robar algún pedazo de pastel... Ese niño que algún día sería Rey y que, sin embargo, sólo quería disfrutar de las pequeñas cosas mundanas. Se despertaba entonces en medio de la noche, miraba la silueta de la taza recortada contra el cielo nocturno y dormía ya un sueño sin sueños hasta el amanecer.

Daría todo su reino por volver a ser aquel niño.

martes, 23 de febrero de 2010

Cartas Zener




Terminó la prueba con las Cartas Zener. Se quitó las gafas, se frotó el entrecejo y se las volvió a poner. El resultado era impresionante. Un 78% de aciertos. Lo nunca visto. Se trataba de un sujeto aparentemente normal, un joven recién licenciado en empresariales en su primer trabajo en una gran corporación. Trabajo rutinario, aficiones sencillas, coeficiente intelectual en la media, sin dependencias de sustancias y con un perfil psicológico gris y aburrido. Pero el tío había conseguido un 78% de aciertos. Se iban a hacer de oro con él. Un 78% de veces encontraba el garbanzo bajo las cartas del trilero.

lunes, 22 de febrero de 2010

Un paseo

Esa noche no tenía mucho que hacer así que paseaba por las calles casi desiertas de la ciudad. ¿Hacía cuánto que no disfrutaba de un paseo sin prisas, sin rumbo? La ciudad había cambiado más de lo que pensaba a lo largo de los últimos años. Se veían pocas ventanas iluminadas, menos coches por las calles y muchos bajos comerciales habían echado el cierre definitivo. El aire fresco hinchaba sus pulmones y le despejaba la mente; demasiadas preocupaciones que ahora finalmente empequeñecían.

Sonaron doce campanadas cuando cruzaba el puente romano. No se sentía cansado. Sacó un cigarrillo de su bolsillo y se lo fumó asomado a la barandilla, viendo pasar el agua bajo sus pies. No se estaba tan mal sin trabajo.

domingo, 21 de febrero de 2010

Hacia la victoria final

La mujer anudó con cariño el cuello del abrigo de su esposo. El viento cargado de nieve azotaba sus cabellos a la luz de la hoguera y le daba el aspecto de un dios enfurecido. Sólo el aullido de los lobos trepaba por el ulular del viento del norte hasta llegar a ese lugar de la mente que da rienda suelta a los miedos. Él miró a su amada, embarazada y asustada. Le pedía con los ojos que no fuera aunque sus brazos le decían que debía partir con los otros. Al final eran muchos menos de lo que habrían deseado, el tiempo era horrible y tenían muy pocas posibilidades de volver victoriosos. Pero no fallarían a los suyos. Tras despedirse con un abrazo de sus familias, los hombres caminaron por la nieve para reunirse en la plaza, bajo la mole de la torre de la iglesia. Los cinco se arrodillaron ante la puerta y se santiguaron encomendándose a la voluntad divina. Después, en un repentino estallido de euforia, gritaron y se abrazaron y se palmearon las espaldas.

En el fondo daba igual que ganaran o perdieran, el caso era pasarlo bien con los amigos. Y, a lo mejor, hasta su equipo remontaba el 0-3 de la ida.

sábado, 20 de febrero de 2010

Una ventana llena de escarcha

El verano se había metido en el otoño hasta bien entrada la cosecha y el invierno se había comido lo poco que quedaba de estación. Los niños que un par de semanas antes jugaban en los campos recién segados ahora estaban dando clase en el edificio de piedra de cuya chimenea salía perezoso un humo gris que se escurría valle abajo hasta difuminarse con el blanco de la nieve que todo cubría. Las calles estaban vacías, nadie quería estar fuera más de lo estrictamente necesario, así que el encapuchado que bajaba por el camino del collado pasó completamente inadvertido.

El encapuchado se asomó por una ventana llena de escarcha de la primera casa del pueblo. Dentro un anciano tallaba un palo de madera con su navaja sentado ante una mesa con medio vaso de vino caliente con especias y un plato con un cuarto de hogaza de pan negro, un pedazo de queso y una gruesa loncha de jamón ahumado de los que iba cortando trozos con la navaja cuando miraba el aspecto que iba tomando el palo. Una mujer de pelo blanco fregaba los platos tras él. Se la veía hastiada.

Cronos tenía los ojos enrojecidos. Le dolía horrores la cabeza. Esta depresión suya tenía que acabar; se acababa de despertar de la borrachera de Nepente que cogió a finales de agosto y no recordaba una resaca así.

viernes, 19 de febrero de 2010

Maldito tiempo

Agarró uno de los nabos pero estaba soldado al resto del montón, completamente congelados. Los últimos días estaban siendo un auténtico desastre, hacía frío, demasiado frío. Miró a su alrededor. Seguramente habían perdido toda la cosecha. Todos los años se les pudría gran parte de la producción por la humedad y el calor. Así había sido desde que el tiempo era tiempo, así lo habían aprendido de sus padres, y ellos de los suyos. Era un precio a pagar por la excelente calidad de las frutas y verduras que se obtenían en aquellas tierras. Pero los científicos asumieron que conseguirían acabar con el problema de una vez por todas. Gracias a ellos, la riqueza llegaría a riadas a esas tierras, la producción se salvaría y llegaría a los mercados más selectos del continente. Y más allá.

Y este era el primer año desde que el pueblo acogió con ilusión aquellas promesas. Escupió al suelo. Maldita la hora en la que las escucharon. Este año pasarían mucha hambre. Volvió sobre sus pasos, abrió la puerta y salió a la luz. Y, encima, tenían que pagar aquellas máquinas del demonio que los científicos llamaban "cámaras frigoríficas".

jueves, 18 de febrero de 2010

Un hombre asqueroso

La cera de la vela iba dejando un reguero que discurría como una estalactita hasta la vieja mesa de madera. Hurgó en los goterones aún blandos con la punta de su cuchillo pringado de queso de cabra cremoso. Miró el pegote solidificado en la punta, lo acercó a sus dientes, lo arrancó y lo escupió. Luego arrojó el cuchillo y lo clavó en la mesa. La hija de la posadera dio un respingo y recuperó la compostura. Reinaba el silencio en la posada. El hombre no paraba de comer.

La posadera observó primero a aquel hombre y su atención saltó a continuación hacia los otros tres hombres que había cenando dispersos por la sala. Comían cabizbajos, en silencio. Pero el hombre de la mesa que tenía al lado de la barra comía como un cerdo, con ansia, ruidoso. Soltó un brutal regüeldo, escupió y levantó el vaso pidiendo más vino. Se acercó la chica con una jarra, le sirvió y se giró para volverse a la barra. El hombre le dio un cachete en el culo, soltó una carcajada y siguió comiendo.

La mujer le miró con asco mientras se secaba las manos en el faldón. Joder lo que tenía que aguantar. El hombre terminó de comer, apartó el plato a un lado y se puso en pie. Se estiró, soltó un sonoro pedo y se acercó a la barra.

La mujer salió de detrás con dos platos que llevó a la mesa y se sentó a comer mientras su marido pasaba entonces a encargarse de la barra.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Decepción

Se sentía tremendamente decepcionado. Una vez más. Cuando era pequeño había ahorrado durante dos meses para comprarse un kinder sorpresa. Dentro iba a encontrar un fantástico dragón azul, rojo o amarillo con el que sería vencedor en todas sus peleas. Llegó a su casa, se encerró en el ático y peló el envoltorio. Un delicado huevo de chocolate. Lo miró con pena, no quería romperlo. Pero cuando empezó a fundirse en su mano, lo atacó. Crujió en su boca y se rompió en trocitos que se comió con ansia. Dentro, un huevo amarillo de plástico. Un huevo de dragón. Sería un dragón amarillo entonces. Trató de abrirlo con la uña pero no le entraba. Probó a morderlo por el centro y, con un "pop" saltó medio huevo hacia el suelo y cayó una bolsita de plástico transparente. La recogió y la abrió con los dientes. Una figurita de plástico verde con una pegatina en la cabeza que tenía unos enormes ojos azules y una diminuta boca. Parecía un gato ninja o algo así. Menuda mierda.

Hoy le volvía a pasar. Recostado contra un muro que olía a meados miró la jeringuilla que colgaba de su brazo.

martes, 16 de febrero de 2010

En la noche

No sabía si la chica estaba esperando al autobús o simplemente se refugiaba de la lluvia, pero allí estaba sentada, casi a oscuras bajo la marquesina verdiblanca. Tenía algo en su aspecto que le resultaba tremendamente atractivo, quería mirarla, hablar con ella, rozar sus dedos... En la calle no había nadie, sólo un coche que venía de frente y su propio vehículo. La iluminó con sus faros al entrar en la rotonda y ella miró hacia él poniéndose la mano como visera ante los ojos. Iba conduciendo muy despacio, casi parado; la chica se puso en pie y pudo ver cómo su camiseta naranja, empapada, se ceñía a su cuerpo resaltando los pezones duros sobre unos senos grandes y muy bien formados. Sintió como si toda la sangre de su cuerpo fluyera hacia su entrepierna. Y los faros dejaron de iluminarla. Se detuvo en la parada y abrió la puerta a la chica que se le quedó mirando fijamente, dudando. Finalmente se decidió y entró.

- Perdona, ¿vas al centro? -la voz de la chica era increíble.
- Sí, claro -ella se le quedó mirando a los ojos-. Ah, sí, perdona. 1'35€.

Arrancó el autobús.

Cebollas

No podía evitarlo, cada vez que pelaba una cebolla, se le inundaban los ojos de lágrimas y comenzaba a moquear incontrolablemente. No le pasaba con las patatas ni con los pimiento ni con ninguna otra cosa, pero era coger una cebolla y ponerse a llorar. Sus compañeras de piso le decían que la cortara debajo del grifo, que se pusiera gafas y otras cosas por el estilo. Lloraba, daba igual. Pensó en ir al psicólogo pero le decían que sería inútil. Al final, investigando por Internet, llegó a la conclusión de que mediante hipnosis podía poner fin a su problema. Fue sin decirles nada a sus amigas.

Tras dos sesiones ya podía cortar cebollas sin problema; sus compañeras no se lo podían creer. Su madre estaría orgullosa si pudiera verla. Ya no lloraba al recordarla cortando cebollas.

domingo, 14 de febrero de 2010

El nuevo barrio

Los ladridos comenzaban a resultar insoportables. Seguro que era una mierda de perro de esos canijos con una dueña mayor, gorda y viuda o solterona, no podía ser de otra manera. Mira que le gustaban los animales pero existía una serie de excepciones que parecían sentir preferencia por su nuevo barrio. Se había mudado por cuestiones de trabajo; el anterior, un barrio del extrarradio, era mucho más silencioso, lleno de parques y espacios abiertos, luminoso y podía correr con tranquilidad a cualquier hora del día. Pero el trabajo ya escaseaba por allí y tardaba más de una hora y cuarto en llegar al centro de la ciudad, así que llegó a la conclusión de que lo mejor era irse a vivir al centro e ir andando a los trabajos que le fueran saliendo. Y ahora, dos días después de mudarse, comenzaba a arrepentirse.

No paraban los ladridos y encima el desgraciado bicho corría por el parqué con unas uñas largas que rascaban y arañaban y producían un ruido como de canicas o tizas golpeando una pizarra o algo que era incapaz de describir. Dejó sus herramientas sobre la mesa, soltó el trapo humedecido en limpiador y apagó el flexo. No podía más, ahora mismo subiría y dejaría las cosas claras. Se quitó la bata, los pantalones y la camisa del pijama y se vistió con unos vaqueros negros, una camiseta blanca con publicidad de un producto de limpieza y una sudadera roja con capucha. Se calzó las alpargatas, giró las llaves que colgaban de la cerradura y se las guardó en el bolsillo.

Bajó una media hora después, sonriendo y bastante satisfecho. Llevaba una bolsa de un supermercado con algunas cosas que le había dado la señora -al final había resultado ser delgada pero había acertado en todo lo demás-. Y el perro se había quedado completamente en silencio. Así daba gusto.

Vació la bolsa sobre la mesa. Montones de joyas de oro y piedras preciosas y un par de fajos de billetes de 200 y 500 euros. La señora había cantado en cuanto se despertó de los efectos del cloroformo y él retorció el cuello al perro amenazándola con hacerle lo mismo si no le daba las joyas. Luego le ayudó a tomarse una buena sobredosis de pastillas para dormir. La policía no sospecharía demasiado de un vecino, y él tenía los huevos de acero. Recogió sus ganzúas, palancas y otras herramientas para reventar cajas fuertes y alarmas y las guardó en su escondite. Mira, al final no iba a ser tan mal barrio para trabajar.

sábado, 13 de febrero de 2010

Hormigas

Podía estar horas mirando a las hormigas tumbado en su jardín. Cuando uno les dedicaba suficiente tiempo, veía claramente que no se movían al azar sino que seguían caminos marcados, aparte de los más obvios. Pero lo más fascinante no era eso sino pensar en qué le movía a hacer lo que hacían. No funcionaban como él, como individuos librepensantes, sino que se ajustaban a unos patrones colectivos que no marcaba ninguno en particular. Dejó caer un pedacito de queso de su bocadillo en el suelo. A los pocos minutos, ua hormiga llegó y lo palpó con sus antenas y se volvió al hormiguero a toda prisa. Poco después un ejército de ellas llegaba, lo cubría, lo desmenuzaba y se lo llevaba. Cuando no quedó nada, dejaron de llegar. Interesantísimo.

Miró el reloj. Era la hora. Montó en el coche y se dirigió a ver el partido. Como siempre, un gran atasco.

viernes, 12 de febrero de 2010

Cerbero



Sólo recordaba haber estado siempre allí, vigilando en las tinieblas siemprevivas. Nadie -salvo muy contadas excepciones- había logrado escapársele. Él era el guardián de Hades, el centinela de las puertas del Inframundo, los vivos no podían entrar, los muertos no podían salir. ¿Cuántos infelices habría devorado a lo largo de toda una eternidad? Se acurrucó junto a una columna y se echó a dormir, su oído y su olfato le alertarían de cualquier presencia.

Soñó. Soñó que corría por una colina tapizada de verde bajo un sol de primavera.

jueves, 11 de febrero de 2010

El juramento

Microrrelato que acabo de escribir para un concurso de San Valentín

··oOo··

Hace años que te perdí y me quedé muy sola. Te fuiste. Te fuiste de este mundo que dejó de ser oscuro con tu primer abrazo. Éramos jóvenes con el alma rota a patadas y juntos pegamos los trozos para formar una sola, mayor. Cuando moriste, me llevaste contigo, pero mi cuerpo quedó, sin saber quién era. Pasaban los días, los meses, los años y el mundo seguía y yo con él.

Ahora, anciana, fumando un cigarrillo bajo el árbol donde nos juramos estar siempre juntos, sonrío. Cumpliste tu juramento, me seguiste a todas partes, reíste conmigo y conmigo lloraste. Leías mis escritos y yo los corregía hasta que los hacías tuyos. Estabas en cada pensamiento que tenía, escuchabas cada canción que te ponía, admirabas cada paisaje que buscaba.

Nunca te fuiste.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Ciencia peligrosa

El tren traqueteaba violentamente por aquella precaria vía que el bosque y las rocas parecían querer engullir. A pesar de la fuerte luz, el camino permanecía casi todo el tiempo en sombra. Paco estaba muy excitado con las imágenes que la cámara instalada en la cabina del tren iba mostrando, nunca antes una expedición científica se había internado en aquellas tierras malditas en las que, según se decía, enormes monstruos habitaban. De momento, no había visto ninguno.

Hasta que en la siguiente curva el paisaje se abrió para mostrar un gigantesco felino blanco que dormía sobre las vías. El tren continuó su avance hasta embestir al animal. Descarriló. Lo último que se pudo ver por la cámara fue el rostro feroz del animal lanzando un zarpazo que envió a la locomotora terraplén abajo hasta que cayó por un abismo.

Coco saltó y se fue maullando a la cocina mientras Paco recogía del suelo los restos del tren a escala de su padre. Y a ver la cámara...

Dudas

No lo tengo muy claro. Llevo horas tratando de recordar cómo se hacía, lo he hecho toda la vida. Pero no lo logro. Mi padre me enseñó los entresijos del oficio, como hizo su padre con él, y el padre de su padre. No estoy en mi taller, no tengo las herramientas ni las hierbas ni minerales necesarios, aún así debería ser capaz de lograrlo.

Siento como si me mirasen todos aunque me han dejado solo, se lo pedí, no puedo trabajar con gente alrededor. Me esperan, me necesitan. Todos, hasta los dioses. Fuera hay silencio. Confían en mí. Pero no lo tengo suficientemente claro.

Cierro los ojos y rezo. En estas circunstancias, exiliados, lejos de todo lo que conocemos, quizá se me perdone. Miro la llamita que roe los pocos palitos que he conseguido encontrar y que calienta con dificultad el cuenco de barro. Cierro de nuevo los ojos y rezo hasta que un olor picante me indica que ya está listo. Apago el fuego y remuevo con una varilla de plata el contenido del cuenco hasta que se enfría y espesa. Ya está listo. Lo tomo entre mis manos y salgo al exterior.

Allí está el sacerdote. Su rostro parece el de un dios enfadado esculpido en cuero viejo. Toma el cuenco entre sus manos y moja en él sus dedos. Se pinta el rostro y se gira hacia los demás. Gritan y ululan con alegría. Lo conseguí. Al final el pigmento ritual sí era lo suficientemente claro.

lunes, 8 de febrero de 2010

La última esperanza

Por fin había llegado el especialista. Todo pendía de un hilo, de la habilidad perfeccionada por ese hombre durante más de media vida. Habían intentado todo antes de llamarle pero ningún médico ni psicólogo del hospital había conseguido estabilizar al paciente quien se hundía sin remedio en la oscuridad de su mente dañada.

El especialista llegó a la puerta de la habitación a la carrera. Era increíble, siempre sonreía, daba igual lo difícil que fuera el caso. Pidió con un gesto del brazo que le dejaran un poco de espacio. Dejó su maletín en el suelo y allí mismo se colocó su atuendo, ante todos. A continuación pidió a todos que aguardaran fuera y entraran cuando él lo pidiera. Asintieron.

Accionó el tirador de la puerta, se colocó la bola roja de espuma en la nariz y entró a hacer lo único que sabía hacer.

domingo, 7 de febrero de 2010

Artesanía

Las piezas andaban desperdigadas por la mesa de trabajo sin orden aparente, al igual que las herramientas -perfectamente aceitadas, eso era cierto-. Los más puristas del gremio renegaban de su manera de hacer las cosas, desprestigiaba a la profesión y desgarraba el velo de místico secretismo que habían ido tejiendo a lo largo de generaciones de artesanos. De su casco salían diminutos brazos articulados con lentes que iba colocando y quitando de delante de sus ojos con rápidos movimientos sin soltar la herramienta que sujetaba.

Estiró los brazos, dejó el casco a un lado de la mesa ya vacía de piezas y movió el cuello a un lado y a otro. Observó su obra terminada. Una figurita sentada sobre las piernas cruzadas le miraba con interés. Era su mejor obra, indudablemente. Ahora lo soltaría en el mundo y sería conocido como "hombre".

Frente a la chimenea del estudio su perro mordisqueaba la pieza que había robado de la mesa durante la hora del almuerzo.

sábado, 6 de febrero de 2010

Perro amor

El perro la miraba fijamente, las orejas hacia atrás, como esperando una caricia que no llegaba. Tenía una cara muy simpática, casi podía decirse que mostraba una sonrisa humana. Ella seguía ocupada introduciendo los datos de la declaración de la renta, como cada año, unas horas antes de que acabara el plazo de presentación. Le dolía la cabeza, se quitó las gafas y se dio un largo pellizco en el entrecejo para despejarse. Miró la hora en la esquina del escritorio de su ordenador. Las 03:37. Dios santo, tenía que levantarse a las 7 y aún no conseguía que le cuadraran los datos. Se puso de nuevo las gafas y prosiguió.

El perro seguía mirándola inmóvil, como una diminuta esfinge esperando la respuesta a su acertijo. Le devolvió la mirada y una sonrisa, pobrecito, hacía ya varias horas que tenía que haber dado su último paseo y aún no había cenado y, sin embargo, allí estaba mirándola lleno de ternura, sin quejarse. Era mil veces más noble que cualquier persona. Luego le daría un premio, cuando salieran a pasear, se lo merecía.

Dandy miraba a su dueña fijamente. No conseguía decidirse entre echarle un pis o darle un buen bocado.

viernes, 5 de febrero de 2010

Heroísmo

Recordaba la leyenda de aquellos 300 hombres que habían luchado valerosamente y entregado sus vidas para frenar a los invasores persas. Bueno, leyenda o historia, 300 o 1.000, lo que fuera. Hombres que valoraban más su tierra que su propia vida, hombres que no se veían como individuos sino como parte de un todo que valía la pena proteger aún a costa de cada una de sus vidas.

Pero tras cuatro meses sin su soldada le iban a dar mucho por culo al coronel.

Fugitiva

Deambulaba cojeando por el páramo, hambrienta, asustada. Recordaba con claridad la deflagración de las armas de fuego, sus hijos volando convertidos en amasijos de carne, el olor de la pólvora. El dolor ciego en su muslo que la devolvió al mundo y le dijo que corriera, que corriera entre los árboles donde podría tener una oportunidad de escapar. Los gritos en ese idioma desconocido se fueron apagando hasta que se acurrucó bajo una encina baja y durmió.

Despertó cuando el cielo comenzaba a clarear. El dolor ya no era tan fuerte. Echó a andar. El encinar fue dando paso a campos de cereal abandonados salpicados de árboles aquí y allá hasta que el paisaje se hundió en escarpados valles labrados por ríos. Bajó por una senda y se acercó a beber al río. Se quedó descansando hasta que el sol se escondió tras las paredes del valle y caminó de vuelta al páramo.

Llegó la siguiente noche. La luna iluminaba las piedras de blanco, dejaba los arbustos en negro. Los conejos salían de sus madrigueras y se alejaban asustados al verla. Pasó una lechuza. Aguantó unos minutos más antes de esconderse en una paridera abandonada para dormir.

Le despertó un ruido fuera, era de día. Se quedó inmóvil, respirando con toda la suavidad que le permitía la tensión. Entraron dos niños. La vieron. Salieron corriendo. Estaba perdida, salió fuera y corrió hasta que un latigazo de dolor le paralizó de cintura para abajo. El calor era asfixiante, se arrastró por los sembrados durante una eternidad hasta que vio aparecer a un hombre uniformado con un rifle. Le miró fijamente mientras éste levantaba el rifle, apuntaba y disparó. Todo se oscureció.

Se despertó con el olor de la comida. En una esquina de la celda había un plato con comida y otro con agua. Se acercó, cojeaba pero ya no dolía. Comió. Comió como si le fuera la vida en ello. Relamió el plato y el hombre del rifle apareció. No pudo evitar mover el rabo contenta cuando se arrodilló para acariciarle el lomo a través de las rejas.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Un hombre bueno

Como muchas mañanas desde hacía años se arrodillaba ante ese dios de madera que no decía nada. El cura le pedía que fuera y él, irremediablemente, iba a la mañana siguiente. Era cristiano, de nacimiento, pero en algún momento de su juventud había perdido la fe. Y ese sacerdote era el único motivo por el que iba a la iglesia. No entendía por qué le daban tanta importancia a un ídolo, a un mero símbolo, pero era muy importante para ese hombre. Y ese anciano sacerdote era un hombre bueno.

Cuando terminó sonrió al sacerdote, recogió sus herramientas y, una vez más, no quiso aceptar el dinero que éste le ofrecía por la reparación del circuito de sonido de aquella figura de madera.

Un trabajo demasiado bien hecho

El parque estaba casi vacío. Sólo unos pocos viejos dispersos en los bancos destartalados que aún quedaban en pie. Las cosas habían cambiado mucho estos años. Antes estaban llenos de gente bebiendo, fumando y trapicheando. Era joven, eran otros días. Allí se había pasado media vida, entre esa gente que ya no estaba. Había disfrutado como un enano, viviendo su doble vida, al margen de la ley.

¿Y ahora? Ahora, años después, su vida se había vuelto aburrida. Viejos, viejos y más viejos. Nada que hacer en el parque. Claro que no tenía la vitalidad de antaño, pero, Dios, ¡cómo echaba de menos esos días! Ojalá hubiera al menos un par de tíos pasando costo o algo. Se habría acercado, como antaño. Y les habría metido un par de balas en la cabeza.

Pero había hecho un trabajo excelente como vengador justiciero.

lunes, 1 de febrero de 2010

Ojos

Llevaba caminando varios días sin comida, aterido bajo la lluvia que manaba de un cielo gris claro que difuminaba las pocas horas de luz del invierno. Había desertado pero estaba seguro de que nadie buscaría a los pocos supervivientes de un ejército aniquilado. Volvía a casa, a su vida. Pero, sobre todo, deseaba volver a ver esos ojos. Esos ojos que le habían visto hacer el amor por primera vez. Esos ojos que fueron lo último que vio de su anterior vida al partir a la guerra.

Oscurecía cuando salió del bosque y llegó a un camino. Recordaba esa senda, claro que la recordaba. Apretó el paso. Corrió. Quería llegar a su pueblo con la última luz del día.

Y, tras un recodo, allí estaban los ojos. Se santiguó y cruzó el puente.

¿Nada?

El Sol tenía la sensación de estar siempre ahí sin hacer nada. Ardía, sí, y giraba sobre sí mismo y caminaba por el espacio arrastrando a su séquito de rocas, líquidos y gases amalgamados. Casi una eternidad de monotonía en la que no sucedía nada hasta el momento en que, con un último estertor, fulguraría hasta apagarse.

El chamán arrojó la tea a las pajas que sobresalían del pie de la pira en el que un hermoso novillo deshollado descansaba, rodeado de frutas, quesos, hogazas de pan negro y un par de pellejos de vino. Se giró de vuelta hacia el hueco que faltaba en el círculo en el que todos los habitantes del poblado se daban las manos arrodillados ante el altar. Había sido un verano espléndido y, como todos los equinoccios otoñales, agradecían al Sol la vida que les había dado con los mejores manjares para que tuviera fuerzas para sobrevivir al largo invierno y llegar con fuerzas a la siguiente primavera.