jueves, 14 de mayo de 2009

Ya ha llegado el día

Hoy es un día muy importante para mí. Un día con un sabor agridulce -me encanta la salsa agridulce- que, aunque olvide la fecha con el paso del tiempo, quedará grabado a sangre en mi vida. Un día que llevo ansiando y temiendo a partes iguales. Hoy es el día.

Me temo que una etapa de mi vida llega a su fin. Ha llegado el momento en el que dejo de parir una historia cada día y la vuelco en este blog. Si uno vuelve la mirada atrás y lee el propósito con el que lo inicié, podrá comprenderlo y alegrarse. Ha cumplido su misión: me he convencido de lo que soy y de lo que realmente quiero hacer en la vida. Debo ganarme los garbanzos de algún modo, eso está claro. No sé dónde iré a parar los próximos meses, si seguiré en Almería, si volveré a Maranchón ahora que parece que hay oportunidades reales para los licenciados que queremos repoblar la zona. O si viviré días de 20 horas en verano y noches iguales en invierno en Noruega. No lo sé, es irrelevante mientras pueda hacer lo que quiero hacer.

Hoy he empezado a escribir la que iba a ser y será mi primera novela: Yenom.

Claro que podría compaginar su escritura con seguir pariendo pequeñas semillas diarias en esta dirección. Pero prefiero entregarme a Yenom con todas las consecuencias. Calculo que deberé dedicar unas cuatro horas diarias de media para escribir las 2000 palabras que me he propuesto parir cada día. Unos días es posible que tarde sólo una hora, otros me iré a la cama insatisfecho tras demasiadas muchas horas de pelea. Pero mi sueño está ahí, al alcance de mi mano, a unas pocas hojas del calendario. 90.000 palabras para cuando me despierte el 1 de julio.

Está claro que esto es sólo una estimación inicial, una propuesta que deberé modificar usando la cabeza y no el corazón. No tengo ni puta idea de escribir novelas pero esas 2000 palabras diarias son algo razonable según otros que ya han pisado este camino y se han consagrado como escritores. Tampoco sé cuántos borradores haré, cuántas ediciones, cuánto quitaré y cuánto ocupará al final. Esas 90.000 palabras son una guía para estos primeros 90 días. Quiero tener Yenom lejos de mis manos para principios de Octubre.

Pero este blog seguirá siendo actualizado. Cada día publicaré un breve resumen de mis logros vs. expectativas. Averque... me ha permitido también desarrollar la cualidad de la constancia, el mejor regalo que me he hecho en muchos, muchísimos años.

Por fin sé qué cojones escribir ahora. Muchas gracias por haberme seguido todo este tiempo, por vuestros comentarios, por hacerme saber que lo que hago no es una ilusión. Quiero que sepáis que sois en parte responsables de mi embarazo, padrinos y madrinas de Yenom.

Gracias por estar ahí. Hasta siempre. Hasta luego.

T.E.B.

Enganchado

El subidón de adrenalina era fortísimo, increíble. Lo único negativo eran las taquicardias y arritmias que le daban pero por lo demás nunca había experimentado nada semejante, y eso que había probado de casi todo. Debía tener medio cerebro churruscado y el hígado y otros órganos jodidos de tanto abuso de sustancias que cada vez le hacían menos. Y necesitaba algo que le diera ese subidón.

Y ahora ahí estaba, sólo, encerrado en un cuartucho de una pensión a la luz de las farolas y neones que entraban por la ventana, acurrucado bajo ella y con el viaje de su vida. Vale que sus colegas no podían enterarse de esto, era muy fuerte y jamás se lo perdonarían. Y se lo había pensado mucho, pero mira, no tenían por qué enterarse y si se enteraban de lo que estaba haciendo, tendrían que aceptarlo si de verdad eran buena gente. Es que, joder, tampoco era tan grave.

Llevaba horas ahí, bajo la ventana, metiéndose una tras otra. Tenía que parar pero enganchaba y no paraba de prometerse que esa sería la última, o la penúltima, y que en cuanto se le acabase se iría a los recreativos y dejaría algo "pa mañana".

Pero es que era la hostia, lo mejor que había probado en su puta vida. Y un par de horas antes de que amaneciera, se le acabó. Joder, qué cuerpo se le había quedado, menudo viaje. Necesitaba más y encima le salía gratis. Pasó de ducharse y del desayuno y cogió su ciclomotor para ir a pillar más. Llegó al edificio ese donde estaba la chica esa que le había pasado el tema. Estaba a reventar de peña, sobre todo de jóvenes que iban a por lo suyo, tanto para llevárselo a casa como para empezar a metérselo en uno de los sitios que habían habilitado ahí mismo.

En fin, ahí estaba la chica, sonriente como encantada de conocerse. Pero era buena gente. En cuanto le vio le dijo con un gesto que se acercase y le preguntó -más bien afirmó- que si le había gustado. Él le contestó que había venido a por más y que era la hostia y que ya se había enganchado. Ella le pasó otro y él, sonriente, le devolvió el libro que se leyó la noche anterior.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Deseos

Desde que le leyeron el cuento del Rey Midas había deseado poder convertir en oro todo lo que tocara. Él era mucho más listo que ese rey y ya sabía cómo evitar que le pasase todo eso. El problema era que todo lo que tocase se convertiría en oro. Así, sólo tenía que evitar tocar aquello que no quería que se convirtiese y, en vez de tocarlo, ser tocado por ello. Le diría a alguien de confianza que le pusiese unos guantes y así ya podría manipular las cosas sin convertirlas en oro. Y para comer, aunque fuera incómodo, haría que le alimentasen con un tubo, como hacían con el abuelo en el hospital.

Así que cada noche rezaba con todos sus fuerzas para que le sucediese lo mismo que a Midas hasta quedarse dormido. Siguió haciéndolo con la pubertad, con la adolescencia, con su madurez recién estrenada. Y para su vigésimo cumpleaños, sus amigos le pagaron una puta para estrenarse. Y al ponerse el preservativo, éste se convirtió en oro. No podía creérselo y comenzó a pegar gritos de alegría.

Zzyrgh y Xrrowhn asistían estupefactos al magnífico espectáculo que se abría ante sus ojos. De todos los planetas que habían visitado en la galaxia en su luna de miel, ninguno mostraba una sensibilidad artística como éste en el que se encontraba. Era un planeta lleno de vida, de plantas, de animales. Verde, azul, pardo, amarillo. Todas las tonalidades tenían cabida en ese mundo medio cubierto de océanos de agua azul como su cielo.

Y la raza inteligente que un día habitó ese planeta -se había extinguido y aún se desconocía la causa- había dejado un legado de decenas de miles de detalladas estatuas de oro de mujeres.

lunes, 11 de mayo de 2009

Geometría

A Jordi le fascinaban las pirámides de latas y cajas que hacían en los supermercados. Entre los primeros recuerdos que tenía de su infancia estaba el de corretear en pos de aquellas magníficas montañas de objetos conocidos que se repetían y juntaban para formar enormes estructuras. Se movía entonces en círculo alrededor mientras iba apretando suavemente con el dedo cada una de las piezas desde el suelo hasta donde llegaba. Su madre y la gente del supermercado se quedaban mirándole, sonriendo y diciéndose cosas que no le importaban; él sólo quería tocar todas y cada una, cerciorarse de que el orden era real, perfecto, que no había ningún elemento disonante que rompiera esa armonía. Si lo había -una lata bocabajo, una etiqueta mal girada, una caja algo descolocada- sentía como si le apretaran la tripa y le daban ganas de llorar y vomitar.

Con el paso de los años no perdió su interés. Gracias a la escuela entendía mucho mejor qué eran esas estructuras, cómo se mantenían, qué variaciones podían introducirse en ellas sin que perdieran el equilibrio, la armonía. Poco a poco empezó a quitar latas a intervalos regulares, mover cajas hacia dentro y hacia fuera o las giraba sobre un lateral de modo que quedasen como si girasen en espiral.

En cuanto cumplió catorce años convenció a su madre de que le dejase trabajar en el hipermercado los fines de semana. En la entrevista dejó muy claro que él quería ser reponedor, que no le importaba cobrar menos que los demás pero que le dejaran montar los expositores de las promociones. A aquella mujer rubia que quería ser más joven le gustó. Le gustó su iniciativa, le gustó su decisión. Incluso le gustó la idea de darle un toque artístico a los expositores. Le contrató por el mismo sueldo que al resto y le advirtió de que no llegara tarde el sábado.

La primera creación de Jordi no fue más que una estrella de cinco brazos que crecía hacia arriba girando en sentido horario. No estaba mal. Las siguientes semanas construyó bóvedas, cúpulas, arcos. Los niños podían entrar en sus construcciones y observarlas desde dentro.

Pronto se convirtió en una atracción, al hipermercado venían muchos visitantes sólo para observar el trabajo de Jordi y, de paso, hacían algo de compra. El encargado, tras consultarlo con sus superiores, ordenó reservar una esquina -la más cercana al muelle de carga- para que Jordi crease una especie de parque temático con distintos productos -cuyos fabricantes pagaban una prima- entretejidos en una diminuta ciudad de edificios imposibles.

Y en las vacaciones de verano de su vigésimo cumpleaños, Jordi encontró a su media naranja. Pau era un filósofo que había dejado todo para irse a vivir al campo, a repoblar una aldea. Tenía veintiocho años, la manera de ver el mundo de un sabio anciano y la vitalidad de un adolescente. Y se pasaba las horas cuidando y disfrutando de su huerto. En cuanto lo vio, Jordi supo que era él a quien había estado buscando toda la vida sin saberlo.

Jordi no volvió a la ciudad. Se quedo con Pau y juntos cuidaron de su huerto donde cultivaba una variedad propia de romanescu gigante.

domingo, 10 de mayo de 2009

Sin cadena

La cadena yacía como una serpiente muerta en el fango en el que se hundían sus pies. Llovía y la luz de la tarde no era más que un manto grisáceo que ensuciaba las montañas, colinas, prados, valles y bosques que lo rodeaban. La moto ya no le servía de nada. Trató de empujarla hacia los árboles que crecían a la izquierda del cortafuegos por el que había circulado para esconderla pero era imposible con tanto barro. La tiró a un lado, le dio una patada y se cagó en Dios, en la puta ostia y en la leche que mamó el que hizo la moto.

La sensación de libertad con la que había empezado el viaje se fue convirtiendo en un estado de ánimo sombrío, sin palabras, sin otro pensamiento que no fuera el de seguir caminando y llegar a algún lugar seco y cálido donde revivir y comer algo. Joder, si tenía más hambre que frío y casi tanta como cabreo.

Trató de distraerse y disfrutar del paisaje. Nunca había pasado por ahí y, la verdad, de no ser por la mierda de situación en la que se encontraba seguramente le gustaría. Pero por él podía arder todo e irse a tomar por culo.

Al culminar la subida de una de las colinas vio una carretera a unos cientos de metros por debajo. Se había jurado no pisar el asfalto hasta llegar a su destino pero ahora todo había cambiado y sólo quería encontrar un jodido techo y comida. La verdad es que la gasolina de la moto que robó había durado bastante. Y con las herramientas se pudo quitar los grilletes de las manos.

Silbó y bajó trotando hacia la carretera.

sábado, 9 de mayo de 2009

Historias que no suceden

La luz rojiza del atardecer entraba por la ventana hasta el cuenco donde estaba amasando la pasta. Le gustaba la sensación de la masa abriéndose paso entre sus dedos, su calor, el olor de la levadura fermentando. La tarde se veía preciosa; los campos de trigo, aún verdes, se mecían y refulgían con la brisa de la sierra. Echó un pellizco de sal a la masa.

No hacía mucho que vivía con la sensación de ser libre, de poder prepararse su propia comida, de dormir en la misma cama cada noche, de escoger los alimentos en la tienda y pagarlos con su dinero. No hacía tantas noches que tenía que dormir escondida entre las rocas o en lo alto de los árboles y que sólo podía llevar consigo su esperanza de una vida mejor.

Unos nudillos contra la puerta la trajeron de su ensimismamiento. Devolvió al cuenco la masa que se había quedado pegada en sus regordetas manos y se las pasó por el delantal. Cojeó arrastrando la pierna hacia la puerta. No le hacía falta preguntar quién era. Descorrió el cerrojo, cerró los ojos y puso morritos.

Crujió la puerta al abrirse hacia afuera. Unos labios que dejaban escapar el aliento cálido y lleno de ajo y alcohol de un hombre se posaron en los suyos y los apretaron con dulzura. Abrió los ojos y los clavó en el de él. Era un ojo precioso, verdeazulado como las aguas de un lago. Le agarró de ambos lados de la cabeza y se lo besó. Luego besó el parche de cuero raído y repleto de manchas de sal de sudor y lo abrazó. Él se quitó el sombrero y lo colgó de la percha que había junto a la puerta. Se unió al abrazo.

Nunca podría acostumbrarse a tanto cariño, no podría cansarse jamás. Ninguna mujer lo había amado nunca, y tampoco tenía dinero ni propiedades. Sólo una vida humilde, sencilla, en la que disfrutar en silencio de los regalos que la naturaleza le daba. Y ahora estaba entre los brazos de alguien que llenaba todos los huecos que jamás pensó poder llenar. La besó con más fuerza.

Se bajó el telón y todo el teatro irrumpió en aplausos. La historia, los actores, la ambientación. Todo había sido perfecto. El público no dejaba de aplaudir. Yo no dejaba de aplaudir, emocionado por una historia que hacía posible lo imposible, creíble lo increíble. Una historia hermosa, escrita y puesta en escena por expresidiarios y drogadictos rehabilitados. Se alzó el telón. Aquellas dos personas seguían unidas en cuerpo y espíritu.

viernes, 8 de mayo de 2009

Civilizaciones perdidas

La luz del sol se quebraba en destellos de colores al atravesar los pedazos de cristal con los que había taponado el hueco en la pared. Fuera un mundo blanco cegador bajo la luz de un día sin nubes, azotado por un viento que arrastraba consigo la nieve en polvo como un fluido translúcido, fantasmal, que recubría las formas que no se había tragado la nevada. No tenían ninguna oportunidad si salían fuera en esas condiciones. Mejor que nevara y no hiciera viento a morir acuchillados por el frío que se escondía en la luminosidad.

Las ruinas de la torre habían sido su salvación. Hacía muchos siglos que los reinos que batallaban por esas tierras habían caído víctimas de sí mismos, aniquilados por el afán de estrujar hasta la más ínfima partícula de riqueza que pudiera haber escondido la tierra desde el amanecer del mundo. Ahora ellos, avanzadilla de una investigación conjunta entre la politécnica y la principal energética de su país volvían a caminar por esas tierras inhóspitas en busca de nuevos recursos que explotar. Tenían indicios de que en esa región podían encontrar lo que estaban buscando.

Trató de imaginarse cómo había sido el mundo entonces: los árboles, los animales, las costumbres, la música. En algún momento de su historia esa civilización habría vivido momentos exquisitos, delicados, hermosos. ¿Cómo habría sido su decadencia? ¿Se habría dado cuenta la gente de que corrían hacia su destrucción si no hacían nada por evitarlo? ¿Vivieron con calma o angustia sus últimos años, cuando ya sabían que no había marcha atrás?

Esas respuestas las tendrían que encontrar los arqueólogos e historiadores cuando estudiaran los restos que habían descubierto. Mientras tanto ellos debían continuar su trabajo de prospección. Y mientras durara esa tormenta de nieve, él pensaba explorar aquella extraña torre que, según los carteles que había por dentro, se llamaba Giralda.

jueves, 7 de mayo de 2009

Sombra

La sombra se le aparecía donde quisiera que mirara. Estaba aterrorizado, jamás debió haber sido tan bocazas de decir que podía pasar una noche solo en la casa de la colina.

Fue después de la cena cuando apareció. Una mancha oscura que surgía por el rabillo del ojo y se mantenía ahí, semioculta. Pero presente.

Apagó la luz. Y desaparecía. Pero le daba pánico no saber dónde estaba. Volvió a encenderla. Juraría que se había movido, pero tampoco tenía la certeza. Su corazón comenzó a latir a trompicones, tenía la boca seca. Se apartó el flequillo de la cara. La mancha, enorme, estaba encima de él.

Sintió fuego en el pecho. Se le hizo la noche.

El detective Jackson miró de nuevo al cadáver. Un hombre en la treintena rodeado de restos de comida, latas de cerveza vacías, dos chustas de porro y un cristal de las gafas manchado de mayonesa.

miércoles, 6 de mayo de 2009

Esperando un milagro

El papel que tenía entre sus dedos en ese momento podía ser el milagro que estaba esperando. Vagabundeando por el puerto, rebuscando en los contenedores, molestando a las personas que paseaban por el bulevar hasta que aparecía la policía. A eso se reducía su vida esos días.

Con el cambio de gobierno en su país vino la desgracia; los que antes eran sus amigos ahora vivían exiliados si habían tenido suerte, los que no, yacían en fosas comunes. Él había logrado escapar escondido en un carruaje a cambio de todo lo de valor que llevaba encima. Sólo consiguió escamotear un pequeño diamante que se había escondido en la uretra.

Consiguió suficiente dinero como para comprar algo de ropa usada y conservas y el resto de dinero lo escondió en diversos sitios de la ciudad. Desconocía el idioma de su nueva patria y los huecos que le quedaban en la boca de arrancarle los dientes de oro le dificultaban la pronunciación de las pocas palabras que iba aprendiendo de aquí y allá. Los mendigos hacían piña contra los forasteros como él y pronto quedó relegado a las peores zonas, lugares en los que no había nadie a quien robar o pedir y hasta los gatos tenían miedo de las ratas.

Pero consiguió sobrevivir y aprendió a rascar los pocos recursos que otros desaprovechaban. Encontró su nicho en el ecosistema de los bajos fondos y un buen día consiguió empezar a acumular algunos sobrantes de lo que necesitaba para vivir. La ilusión de volver a ser un hombre de negocios se apoderó de él y se permitió el lujo de hacerse con una vieja navaja de afeitar con el primer dinero que consiguió.

Y un buen día un marinero borracho le canjeó aquel papel por una botella de ron. No podía creerse su suerte. El papel tenía que ser falso. O no. Quizá la suerte se había puesto por fin de su lado. Volvió a mirarlo. Sí, parecía auténtico. Tenía que serlo. Lo leyó una vez más y se le escaparon unas lágrimas de alegría. El anterior gobierno de su país había dado un golpe de estado.

martes, 5 de mayo de 2009

La botella medio llena

Tenía un grave problema: la botella estaba medio llena, poco más de un tercio de su capacidad. Agua insalubre, vieja; la había metido aquel despreciable mercader en venganza por no haberle concedido sus caprichos abandonándola después entre las ruinas de aquella vieja ciudad comida y medio digerida por las arenas del desierto. Y no tenía a mano ninguna otra botella.

Su situación era desesperada. Casi todos los viajeros procuraban mantenerse alejados de esa ciudad maldita y los pocos que entraban solían hacerlo con malas intenciones. Su única esperanza era aguardar a la sombra y esperar a que una tormenta de arena fuera aún más aterradora que la perspectiva de refugiarse en las ruinas para algún viajero.

Llegó la noche y el cielo del desierto se cubrió de miles de estrellas. La temperatura había bajado considerablemente y el desánimo se apoderó de ella. Por primera vez en su larga vida sintió los fríos dedos de la muerte jugueteando con su alma. Pronto helaría y llegaría su fin. Hizo memoria de aquellos momentos que le habían quedado grabados en la memoria, las gentes que había conocido, los lugares que había visitado, los placeres que había concedido y los que había disfrutado. En breve se los llevaría el viento, se los tragarían las arenas del desierto, y ella sería un fantasma más deambulando por esas calles vacías.

Las primeras luces del día arrancaron mil destellos de los fragmentos de la botella rota por el hielo que ya comenzaba a fundirse. La genio que la habitó ya nunca concedería más deseos.

lunes, 4 de mayo de 2009

Recuerdos de la infancia

Estrenaba sus pantalones esa tarde con el resto del grupo. Sus padres últimamente pasaban muchos aprietos pero de algún modo se las habían apañado para regalarle esos pantalones. Aunque le daba un poco de vergüenza, en el fondo estaba encantada de ser la envidia del grupo por llevar esa ropa.

La tarde se presentaba tranquila. Los chicos del grupo andaban pavoneándose como siempre mientras las chicas hacían como que no les interesaba aunque lanzaban miradas y sonrisas ocasionales. Una de sus amigas le acariciaba la cabeza y ella dormitaba entre el griterío.

Se despertó con los puñetazos de dos del grupo de las mayores. No supo ni pudo defenderse y volvió magullada y sin los pantalones con sus padres. No le dijeron nada, sólo la acariciaron y curaron lo mejor que pudieron sus heridas.

Años después, siendo famosa, aún soñaba con esos pantalones. Gracias en buena parte a su trabajo, el equipo del Dr. Jackson había ganado el Nobel de medicina. Era la primera orangután en mostrar esquemas de pensamiento abstracto, en poder jugar al ajedrez.

domingo, 3 de mayo de 2009

Hogar (y III)

A lo lejos podía divisar la tierra prometida: una enorme montaña que se elevaba sobre las hierbas de la llanura. Con ella, montones de otros colonos, casi todos desconocidos y que procedían de distintos lugares. El olor de la comida, la promesa de un hogar cálido donde poder establecerse y criar a sus hijos. Ningún equipaje consigo, sólo la determinación de conseguir sus objetivos o morir en el intento.

Escogió un lugar cercano a la cima y comenzó a acondicionar la entrada del que sería su hogar. Era un sitio magnífico, hacia el norte de la montaña donde no daría demasiado el sol y fácil de excavar para ampliarlo. El lugar vibraba con el bullicio de sus nuevos habitantes, atareados con sus nuevos hogares, recogiendo comida, relacionándose unos con otros, peleándose por un terreno mayor o mejor que el del vecino.

Y sin previo aviso llegó el diluvio que lo arrasó todo: vidas segadas, la montaña derrumbándose y tragándose todas sus esperanzas. Cesó el agua. Muertos y moribundos yacían en charcos entre las hierbas. Estertores de agonía por todos lados. Unos pocos lograban encaramarse a lugares altos y buscaban el sol para secarse, los más perecían ahogados.

Josué colgó la manguera. Joder, en verano cualquier mierda de Molly, su ternera, se llenaba de insectos en cuestión de minutos.

sábado, 2 de mayo de 2009

Hogar (II)

Las gaviotas sobrevolaban su cabeza haciendo ruidos como de gato. La brisa marina del atardecer azotaba su cabello contra la cara mientras miraba cómo se acercaba la costa del que sería su nuevo hogar, entre montañas descarnadas y fiordos como hachazos de un dios iracundo. ¿Cuántos años había pasado en tierras lejanas que casi nadie conocía?

El barco atracó con las últimas luces del día y ya las calles se iluminaban de la oscilante luz de las antorchas de brea. A pesar de la hora la ciudad era aún un hervidero de actividad, de mujeres de sonrisas descascarilladas y marineros con erecciones, de vendedores de pollos, carnes y patatas asadas, de voceros que anunciaban los mejores y más económicos mesones, de las posadas más limpias y cercanas a los burdeles. No sabía dónde ir así que se dejó mimar por uno de los mozos de El Bajel Errante.

La comida estaba bien, mejor de lo que esperaba en una ciudad tan septentrional a esas alturas del año. No tan abundante como habría querido pero con la tercera jarra pidió otro plato de estofado que le duró hasta la última cerveza que pidió. Salió al callejón a mear y luego subió a su habitación.

Los días pasaban y con ellos llegó el verano. Había dejado un trabajo tras otro, como siempre. Ninguno le satisfacía. Se enroló en un barco mercante.

Las gaviotas sobrevolaban su cabeza haciendo ruidos como de gato. La brisa marina del atardecer azotaba su cabello contra la cara mientras miraba cómo se acercaba la costa del que sería su nuevo hogar, entre verdes colinas y prados como terciopelo de la capa de un gigante. ¿Cuántos años había pasado en tierras lejanas que casi nadie conocía?

viernes, 1 de mayo de 2009

Hogar (I)

Esa noche tenía un buen pedazo de queso manchego viejo y pan de leña para cenar. Se sentía muy feliz por haber llegado a esa casa después de buscarse la vida por las calles durante media existencia. Y ahora estaba echando tripilla y podía dedicar su tiempo a algo que no fuese buscarse la vida. Le daba igual morirse joven si el resto de días que le quedaran fueran así.

Juan e Inés eran ya muy mayores y tenían fama de guarros. Pero le daba igual, le daban cobijo, alimento, calor, un hogar. Y eso era lo único que le importaba.

Desde su rinconcito miró cómo Inés barría los restos de comida con la mano y los tiraba al suelo. En cuanto se fueron a dormir, salió corriendo a llevarse los manjares a su ratonera.

Luna nueva

A mí no me gustan los cielos en los que se reúnen las nubes para ser observadas. No me gustan las nubes. No me gusta el sol. Ni el cielo.

Tampoco me desagradan. Sencillamente, no me gustan.

Años atrás solía salir de noche cerrada, cuando ningún hombre caminaba, a mirar cómo el cielo estrellado giraba hasta difuminarse en el alba. Entonces volvía a mi guarida hasta la siguiente luna nueva. Dormía.

Una nube roja cubre el cielo sobre mi cabeza. No es una nube grande pero sí es una nube roja. No debería estar ahí, no. Siento miedo. Quiero irme lejos, lejos de esa nube roja; ¿dónde? Sólo conozco mi guarida y las tierras alrededor y desde todas se ve la nube roja.

Han pasado varios días. La nube ha crecido y quiere partirse en dos.

Ya son dos las nubes rojas. He de irme lejos, más allá del miedo, más allá de los recuerdos. A cuatro o cinco millas al este hay una parada, el autobús me llevara lejos de aquí. Ha parado uno. Dos personas se suben, me cierran la puerta, el autobús arranca. Deshago el camino hacia mi hogar.

Esta noche hay luna nueva. Salgo de nuevo a mirar el cielo y pienso en mi vida. En lo difícil que es ser el germen de una historia sin autor.